ESPIRITUALIDAD Y SEXUALIDAD
La teología bíblica de la sexualidad
Por Juan Stam
Algunas enseñanzas sobre sexualidad deben corregirse a la luz de los enfoques hebreo y cristiano, los cuales pueden moldear nuestra espiritualidad desde nuestra sexualidad.
La teología bíblica del cuerpo físico
Desde su primera página, la Biblia insiste en el valor positivo de toda la creación material. Según el primer relato de la creación (Génesis 1:1-2:4a), mientras Dios lo va creando, siete veces declara «bueno» el mundo material (la luz 1.3; tierra y mar 1.10; vegetación 1.12; astros 1.18; peces y aves 1.21; animales 1.25; humanidad 1.31). La última de ellas, después de la creación del ser humano, el Señor califica «todo lo que había hecho» como «bueno en gran manera». Frente a mitologías contemporáneas que atribuían el origen del mundo a pleitos y caprichos de los dioses o filosofías antiguas que despreciaban la materia y el cuerpo, la tradición hebrea afirmaba enfáticamente lo bueno de la realidad creada.
Esta concepción de la materia y del cuerpo se refleja a través de las escrituras hebreas en la franqueza y la naturalidad con que tratan los temas biológicos y las funciones fisiológicas, tanto que nuestros modernos traductores a veces lo encubren con eufemismos menos chocantes a la sensibilidad occidental. Se expresa, también, en una muy simpática anécdota del Talmud: Cierto día el Rabí Hilel enseñaba a sus discípulos y lo sorprendió la necesidad urgente de ir al baño. Cuando pidió permiso para ausentarse, sus discípulos, un poco picarescos, le preguntaron, «¿y a dónde te diriges?» Su respuesta los sorprendió: «Voy a cumplir un precepto divino».«¿Eso es un precepto divino?”» —le preguntaron. Y contestó: «Sí, el de cuidar el cuerpo, porque Dios lo creó y lo declaró bueno».
Mucho de la actividad del Mesías consistía en sanar los cuerpos, alimentarlos y dignificarlos.Es importante recordar que el pensamiento hebreo no admitía ninguna dicotomía dentro de la persona humana. El dualismo de cuerpo y alma, o la tricotomía de cuerpo, alma y espíritu, no proceden de la enseñanza bíblica sino de filosofías griegas. Al traducir los términos hebreos de Ruach (viento, aliento) y Nefesh (vida) por pneuma y psujé, respectivamente, en las escrituras cristianas, el dualismo extra-bíblico invadió al cristianismo por la tendencia de entender los términos en su sentido griego en lugar de su original sentido bíblico. Esa infiltración condujo a una exaltación del espíritu o del alma racional y un desprecio al cuerpo. En la antropología hebrea, cuerpo y espíritu son inseparables y merecen igual respeto.
Un cántico a la vida del cuerpo es el libro de Cantares, en contraste con los constantes esfuerzos de espiritualizar su mensaje. Describe detalladamente el cuerpo femenino (4.1–5) y masculino (5.10–16) con gran realismo y erotismo. El libro respira «el placer de saberse cuerpo digno de ser cantado». Bien comenta Elsa Támez que sería imposible imaginar Cantares «sin cuerpos, caricias y besos, pero tampoco se puede deleitar la lectura del texto pasando por alto la fertilidad de la tierra, la frescura de las frutas y la belleza de los animales». En las Escrituras, la teología de la creación es de una sola pieza.
El cuerpo recibe central importancia también en las escrituras cristianas. El anuncio de Juan el Bautista y de Jesús de Nazaret era que el Reino de Dios se había acercado. Los discípulos llegaron a percibir que Dios mismo estaba presente en este extraordinario galileo, presente de manera única en una vida humana y en un cuerpo físico. El autor del cuarto evangelio lo describió como una encarnación («El Verbo era Dios...y el Verbo fue hecho carne», Jn 1.1,14). Mucho de la actividad del Mesías consistía en sanar los cuerpos, alimentarlos y dignificarlos. En su cuerpo de carne y hueso, según el evangelio cristiano, nos redimió por la entrega de ese cuerpo en la Cruz (cf. Romanos 8.3–4). Y con su cuerpo resucitó, se presentó a sus discípulos, caminaba con ellos y comía con ellos. San Pablo describe el cuerpo de los fieles como «templo del Espíritu Santo» (1 Corintios 3.16–17; 6.19–20). Y todo el Nuevo Testamento promete también la resurrección final del cuerpo como triunfo definitivo de la vida sobre la muerte. Después el libro de Apocalipsis termina con la promesa de una nueva creación, de cielo y tierra (Ap 21–22). Todas esas enseñanzas pueden ser muy discutibles, pero dejan más allá de toda duda la importancia decisiva del cuerpo en las escrituras cristianas.
Especialmente significativo al respecto es el prólogo del cuarto evangelio (Juan 1.1–18). El autor comienza con una terminología muy familiar y querida por los círculos filosóficos de la época en Asia Menor: la doctrina del Lógos. El Logos era la primera emanación de dios (theós), junto con sabiduría (sofía), virtud (areté) y otras. Pero ni dios ni ninguno de ellos tenían la menor relación con la materia, mucho menos eran sus creadores. La materia la creó una emanación muy inferior, mal nacida, llamada «el Demiurgo». Por eso, en esas filosofías (sobre todo neoplatonismo y después gnosticismo), el Logos servía precisamente para aislar a dios de todo lo material y físico.
Pero después de haber apropiado así el lenguaje del Logos, el autor refuta toda esa filosofía con dos contradicciones rotundas. Primero, afirma que todo fue creado por el Logos (no por el despreciado Demiurgo); nada del mundo material fue creado sin él (Juan 1.3–4,10). Segundo, y con mayor escándalo, ese mismo Verbo no sólo creó todo lo material sino él mismo también se hizo carne, se hizo cuerpo físico y material (Juan 1.14). Era la refutación más contundente del idealismo anti-materialista de esas filosofías. Como mucho pensamiento bíblico, este enfoque tan realista podría llamarse una especie de «materialismo histórico», pero jamás «idealismo anti-materialista». Aunque ese idealismo abstracto es en realidad lo más opuesto al enfoque bíblico, lamentablemente a través de los siglos ha dominado mucho de la teología cristiana.
La sexualidad, en el estado de inocencia descrito en Génesis, era pura y perfecta; el sexo en sí, en todas sus dimensiones, es santo.
La teología bíblica de la sexualidad en Génesis
Los dos relatos de la creación al inicio del Génesis (1:1-2:4a; 2:4b-25) dan un lugar prominente a la sexualidad. Cuando el relato sacerdotal describe la creación humana a la imagen y semejanza de Dios, agrega que «hombre y mujer los creó» (Génesis 1.27). De esa declaración entendemos que la condición sexuada, tanto de la mujer como del hombre, pertenece a la esencia de la imagen de Dios en el ser humano.
En seguida el Creador pronuncia su bendición sobre esa sexualidad y da un mandamiento sexual: «Sean fructíferos y multiplíquense; llenen la tierra y sométanla» (1.28). Es obvio en estos textos que la práctica sexual, única manera de procreación humana, pertenece al plan de Dios y su perfecta voluntad para la humanidad.
La sexualidad, en el estado de inocencia descrito en Génesis, era pura y perfecta; el sexo en sí, en todas sus dimensiones, es santo. Es importante insistir en que según este relato, la sexualidad existe antes del pecado y totalmente aparte del pecado. Es más bien la intención pura y original del Creador. Además, según la Biblia, el sexo no contribuyó en nada con el origen del pecado en la humanidad. El relato de Génesis refuta dos de los «mitos» en que creen muchas personas: la sexualidad comenzó con la caída en pecado y el trabajo se introdujo como castigo por la desobediencia. Al contrario, la bendición y mandamiento de Génesis 1.28 sitúa la procreación sexual dentro del mismo orden de la creación, además, el contexto (1.26–30) implica que el trabajo también antecedía al pecado. El segundo relato es explícito: Adán, aun antes de desobedecer, está llamado a labrar la tierra y a guardarla (2.15).
Ni el sexo ni el trabajo comenzaron con el pecado. La sexualidad, en el estado de inocencia descrito en Génesis, era pura y perfecta; el sexo en sí, en todas sus dimensiones, es santo. El pecado introdujo el desorden de lo creado (3.13, 16): el abuso del sexo, el usar a la otra persona en vez de amarla. En forma parecida, la esencia del trabajo humano en el plan de Dios era creatividad y libertad, a la imagen del mismo Creador. El pecado cambió el trabajo de creatividad a fatiga y carga pesada.
Mientras el primer relato de la creación relaciona la sexualidad con la procreación, el segundo lo enfoca en términos del amor, el compañerismo y la solidaridad de la pareja. En esta versión, muy diferente del primer capítulo, Yahvé crea primero a Adán de la tierra (hebreo Adamah) y le prepara un huerto (2.7–8). Pero por primera vez en la Biblia se advierte que algo de la obra no resultó bien: «No es bueno» —afirma Dios— «que el hombre esté solo» (2:18). El ser humano es por naturaleza un ente social, creado para el compañerismo con otros seres humanos. Entonces, con un simbolismo curioso, frente a la soledad de Adán Dios crea los animales. Dios los lleva a Adán, quien les da nombre (2:19). «Sin embargo, no se encontró entre ellos la ayuda adecuada para el hombre» (2:20). A continuación, Yahvé crea a la mujer del mismo ser del hombre. Igual que antes, Dios la lleva a Adán y Adán le da nombre (mujer, Ishá). Ahora ha aparecido la compañera para hacer completa la vida humana sobre la tierra y Adán la declara «hueso de mis huesos y carne de mi carne» (2:23). En el perfecto designio de Dios, «los dos se funden en un solo ser» (2:24) y ninguno sentía vergüenza de su desnudez (2:25). Llama la atención que todo este relato yahvista se concentra en la relación humana como realización y comunidad de la pareja, sin la menor referencia a la procreación de hijos e hijas.
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Fuente:
La teología bíblica de la sexualidad
Por Juan Stam
Algunas enseñanzas sobre sexualidad deben corregirse a la luz de los enfoques hebreo y cristiano, los cuales pueden moldear nuestra espiritualidad desde nuestra sexualidad.
La teología bíblica del cuerpo físico
Desde su primera página, la Biblia insiste en el valor positivo de toda la creación material. Según el primer relato de la creación (Génesis 1:1-2:4a), mientras Dios lo va creando, siete veces declara «bueno» el mundo material (la luz 1.3; tierra y mar 1.10; vegetación 1.12; astros 1.18; peces y aves 1.21; animales 1.25; humanidad 1.31). La última de ellas, después de la creación del ser humano, el Señor califica «todo lo que había hecho» como «bueno en gran manera». Frente a mitologías contemporáneas que atribuían el origen del mundo a pleitos y caprichos de los dioses o filosofías antiguas que despreciaban la materia y el cuerpo, la tradición hebrea afirmaba enfáticamente lo bueno de la realidad creada.
Esta concepción de la materia y del cuerpo se refleja a través de las escrituras hebreas en la franqueza y la naturalidad con que tratan los temas biológicos y las funciones fisiológicas, tanto que nuestros modernos traductores a veces lo encubren con eufemismos menos chocantes a la sensibilidad occidental. Se expresa, también, en una muy simpática anécdota del Talmud: Cierto día el Rabí Hilel enseñaba a sus discípulos y lo sorprendió la necesidad urgente de ir al baño. Cuando pidió permiso para ausentarse, sus discípulos, un poco picarescos, le preguntaron, «¿y a dónde te diriges?» Su respuesta los sorprendió: «Voy a cumplir un precepto divino».«¿Eso es un precepto divino?”» —le preguntaron. Y contestó: «Sí, el de cuidar el cuerpo, porque Dios lo creó y lo declaró bueno».
Mucho de la actividad del Mesías consistía en sanar los cuerpos, alimentarlos y dignificarlos.Es importante recordar que el pensamiento hebreo no admitía ninguna dicotomía dentro de la persona humana. El dualismo de cuerpo y alma, o la tricotomía de cuerpo, alma y espíritu, no proceden de la enseñanza bíblica sino de filosofías griegas. Al traducir los términos hebreos de Ruach (viento, aliento) y Nefesh (vida) por pneuma y psujé, respectivamente, en las escrituras cristianas, el dualismo extra-bíblico invadió al cristianismo por la tendencia de entender los términos en su sentido griego en lugar de su original sentido bíblico. Esa infiltración condujo a una exaltación del espíritu o del alma racional y un desprecio al cuerpo. En la antropología hebrea, cuerpo y espíritu son inseparables y merecen igual respeto.
Un cántico a la vida del cuerpo es el libro de Cantares, en contraste con los constantes esfuerzos de espiritualizar su mensaje. Describe detalladamente el cuerpo femenino (4.1–5) y masculino (5.10–16) con gran realismo y erotismo. El libro respira «el placer de saberse cuerpo digno de ser cantado». Bien comenta Elsa Támez que sería imposible imaginar Cantares «sin cuerpos, caricias y besos, pero tampoco se puede deleitar la lectura del texto pasando por alto la fertilidad de la tierra, la frescura de las frutas y la belleza de los animales». En las Escrituras, la teología de la creación es de una sola pieza.
El cuerpo recibe central importancia también en las escrituras cristianas. El anuncio de Juan el Bautista y de Jesús de Nazaret era que el Reino de Dios se había acercado. Los discípulos llegaron a percibir que Dios mismo estaba presente en este extraordinario galileo, presente de manera única en una vida humana y en un cuerpo físico. El autor del cuarto evangelio lo describió como una encarnación («El Verbo era Dios...y el Verbo fue hecho carne», Jn 1.1,14). Mucho de la actividad del Mesías consistía en sanar los cuerpos, alimentarlos y dignificarlos. En su cuerpo de carne y hueso, según el evangelio cristiano, nos redimió por la entrega de ese cuerpo en la Cruz (cf. Romanos 8.3–4). Y con su cuerpo resucitó, se presentó a sus discípulos, caminaba con ellos y comía con ellos. San Pablo describe el cuerpo de los fieles como «templo del Espíritu Santo» (1 Corintios 3.16–17; 6.19–20). Y todo el Nuevo Testamento promete también la resurrección final del cuerpo como triunfo definitivo de la vida sobre la muerte. Después el libro de Apocalipsis termina con la promesa de una nueva creación, de cielo y tierra (Ap 21–22). Todas esas enseñanzas pueden ser muy discutibles, pero dejan más allá de toda duda la importancia decisiva del cuerpo en las escrituras cristianas.
Especialmente significativo al respecto es el prólogo del cuarto evangelio (Juan 1.1–18). El autor comienza con una terminología muy familiar y querida por los círculos filosóficos de la época en Asia Menor: la doctrina del Lógos. El Logos era la primera emanación de dios (theós), junto con sabiduría (sofía), virtud (areté) y otras. Pero ni dios ni ninguno de ellos tenían la menor relación con la materia, mucho menos eran sus creadores. La materia la creó una emanación muy inferior, mal nacida, llamada «el Demiurgo». Por eso, en esas filosofías (sobre todo neoplatonismo y después gnosticismo), el Logos servía precisamente para aislar a dios de todo lo material y físico.
Pero después de haber apropiado así el lenguaje del Logos, el autor refuta toda esa filosofía con dos contradicciones rotundas. Primero, afirma que todo fue creado por el Logos (no por el despreciado Demiurgo); nada del mundo material fue creado sin él (Juan 1.3–4,10). Segundo, y con mayor escándalo, ese mismo Verbo no sólo creó todo lo material sino él mismo también se hizo carne, se hizo cuerpo físico y material (Juan 1.14). Era la refutación más contundente del idealismo anti-materialista de esas filosofías. Como mucho pensamiento bíblico, este enfoque tan realista podría llamarse una especie de «materialismo histórico», pero jamás «idealismo anti-materialista». Aunque ese idealismo abstracto es en realidad lo más opuesto al enfoque bíblico, lamentablemente a través de los siglos ha dominado mucho de la teología cristiana.
La sexualidad, en el estado de inocencia descrito en Génesis, era pura y perfecta; el sexo en sí, en todas sus dimensiones, es santo.
La teología bíblica de la sexualidad en Génesis
Los dos relatos de la creación al inicio del Génesis (1:1-2:4a; 2:4b-25) dan un lugar prominente a la sexualidad. Cuando el relato sacerdotal describe la creación humana a la imagen y semejanza de Dios, agrega que «hombre y mujer los creó» (Génesis 1.27). De esa declaración entendemos que la condición sexuada, tanto de la mujer como del hombre, pertenece a la esencia de la imagen de Dios en el ser humano.
En seguida el Creador pronuncia su bendición sobre esa sexualidad y da un mandamiento sexual: «Sean fructíferos y multiplíquense; llenen la tierra y sométanla» (1.28). Es obvio en estos textos que la práctica sexual, única manera de procreación humana, pertenece al plan de Dios y su perfecta voluntad para la humanidad.
La sexualidad, en el estado de inocencia descrito en Génesis, era pura y perfecta; el sexo en sí, en todas sus dimensiones, es santo. Es importante insistir en que según este relato, la sexualidad existe antes del pecado y totalmente aparte del pecado. Es más bien la intención pura y original del Creador. Además, según la Biblia, el sexo no contribuyó en nada con el origen del pecado en la humanidad. El relato de Génesis refuta dos de los «mitos» en que creen muchas personas: la sexualidad comenzó con la caída en pecado y el trabajo se introdujo como castigo por la desobediencia. Al contrario, la bendición y mandamiento de Génesis 1.28 sitúa la procreación sexual dentro del mismo orden de la creación, además, el contexto (1.26–30) implica que el trabajo también antecedía al pecado. El segundo relato es explícito: Adán, aun antes de desobedecer, está llamado a labrar la tierra y a guardarla (2.15).
Ni el sexo ni el trabajo comenzaron con el pecado. La sexualidad, en el estado de inocencia descrito en Génesis, era pura y perfecta; el sexo en sí, en todas sus dimensiones, es santo. El pecado introdujo el desorden de lo creado (3.13, 16): el abuso del sexo, el usar a la otra persona en vez de amarla. En forma parecida, la esencia del trabajo humano en el plan de Dios era creatividad y libertad, a la imagen del mismo Creador. El pecado cambió el trabajo de creatividad a fatiga y carga pesada.
Mientras el primer relato de la creación relaciona la sexualidad con la procreación, el segundo lo enfoca en términos del amor, el compañerismo y la solidaridad de la pareja. En esta versión, muy diferente del primer capítulo, Yahvé crea primero a Adán de la tierra (hebreo Adamah) y le prepara un huerto (2.7–8). Pero por primera vez en la Biblia se advierte que algo de la obra no resultó bien: «No es bueno» —afirma Dios— «que el hombre esté solo» (2:18). El ser humano es por naturaleza un ente social, creado para el compañerismo con otros seres humanos. Entonces, con un simbolismo curioso, frente a la soledad de Adán Dios crea los animales. Dios los lleva a Adán, quien les da nombre (2:19). «Sin embargo, no se encontró entre ellos la ayuda adecuada para el hombre» (2:20). A continuación, Yahvé crea a la mujer del mismo ser del hombre. Igual que antes, Dios la lleva a Adán y Adán le da nombre (mujer, Ishá). Ahora ha aparecido la compañera para hacer completa la vida humana sobre la tierra y Adán la declara «hueso de mis huesos y carne de mi carne» (2:23). En el perfecto designio de Dios, «los dos se funden en un solo ser» (2:24) y ninguno sentía vergüenza de su desnudez (2:25). Llama la atención que todo este relato yahvista se concentra en la relación humana como realización y comunidad de la pareja, sin la menor referencia a la procreación de hijos e hijas.
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