ESPIRITUALIDAD Y SEXUALIDAD II
La teología bíblica de la sexualidad
Por Juan Stam
Si desea leer la Primera parte de este estudio, haga click aquí.
Cuando Dios bendice la sexualidad humana y ordena la práctica sexual de la pareja, también bendice el mismo proceso de deseo y deleite que hoy también se experimenta.
La teología bíblica de la sexualidad en el Cantar de los Cantares
Otro texto que destaca, mucho más eróticamente, la relación de pareja es El Cantar de los Cantares. Es un drama muy sensual, sin pudores ni tabúes, sobre el amor apasionado de la sulamita y su muy enamorado novio. Los primeros renglones introducen el tono de intenso deseo físico que caracteriza todo el libro. Suplica la sulamita a su amado:
«Ah, si me besaras con los besos de tu boca...
¡grato en verdad es tu amor, más que el vino!
Grata es también, de tus perfumes, la fragancia;
tú mismo eres bálsamo fragante.
¡Con razón te aman las doncellas!
¡Hazme del todo tuya!
¡Date prisa!
¡Llévame, oh rey, a tu alcoba!»
Sucesivos pasajes describen con delicado y cuidadoso detalle la belleza del cuerpo femenino (4.1–5; 6.5–12; 7.1–9) y del masculino (5.10–16). Se hallan invitaciones a encuentros amorosos en el jardín, en la alcoba y en el campo. Y sorprende que, en todo este largo poema, nunca se relaciona el amor erótico con la familia ni con los hijos. El amor sexual, con todos sus anhelos y deleites, se aborda en Cantares como un valor en sí mismo, sin necesidad de ninguna otra justificación.
El mandamiento de reproducción sexual se dio a la pareja antes de su pecado. En ese aspecto, El Cantar de los cantares puede verse como un extendido comentario sobre el calificativo «bueno» del primer capítulo del Génesis. Cuando Dios bendice la sexualidad humana y ordena la práctica sexual de la pareja, también bendice el mismo proceso de deseo y deleite que hoy también se experimenta. El relato implica que nuestro Dios creó todo el sistema fisiológico de la sexualidad bueno y santo, antes de que mediara el pecado.
Todo el sistema nervioso asociado con la experiencia sexual, las diversas zonas erógenas del cuerpo, las hormonas y las glándulas y todos los demás aspectos de esta maravillosa «máquina de placer» (por expresar así este aspecto de la fisiología sexual) no los produjo el pecado, ni son una trampa maliciosa de Dios para probar nuestra resistencia, sino una parte esencial de la creación primigenia y de la imagen de Dios en los seres humanos. Como tal, es «bueno en gran manera» (Génesis 1.27–31).
Algunas corrientes de ascetismo cristiano (p.ej. unos extremos del pietismo protestante) han enseñado que el sexo es necesario y bueno como medio de procreación, pero que cualquier placer sensual anexo al acto sería pecado. Llama la atención que las Escrituras hablan con mucha naturalidad del orgasmo femenino («el deleite», Génesis 18.12) y hasta emplea los mismos términos para el deleite del alma en Dios (Salmos 36.9; cf vocablos parecidos en Salmos 1.2; 16.11). En ningún momento las Escrituras separan el acto sexual (como bueno) del placer que conlleva (como malo).
En la extensa historia de la teología cristiana, con lamentable frecuencia se ha denigrado el sexo y específicamente a la mujer como causa de pecado mediante el deseo erótico. En ese contexto es muy revelador y bastante sorprendente, un pasaje de la Suma Theologica, Parte Primera, cuestión 98, primera parte. Aquí el «Doctor Angelicus» plantea dos preguntas curiosas: ¿en el estado de inocencia existía la procreación? y ¿dicha generación hubiera sido mediante el coito? A la primera pregunta Aquino contesta con un sí, porque el mandamiento de reproducción sexual se dio a la pareja antes de su pecado y, de modo contrario, el pecado hubiera sido necesario para la bendición que Dios pronunció sobre la procreación humana.
A la segunda pregunta, en relación al coito, Santo Tomás explica que precisamente la dualidad sexual es en orden a dicho acto sexual. Entonces a una tercer pregunta: ¿en el paraíso el coito se hubiera acompañado del placer sensual (el orgasmo)? Aquino reconoce que la concupiscencia desordenada es consecuencia del pecado, pero en seguida afirma que «en el estado de inocencia el deleite sensual no hubiera sido menos sino tanto mayor en proporción a la mayor pureza de la naturaleza [humana] y la mayor sensibilidad del cuerpo».
Nuestro Dios creó todo el sistema fisiológico de la sexualidad bueno y santo, antes de que mediara el pecado. Las Escrituras cristianas afirman también el valor positivo del sexo y exhortan a «tener todos en gran honor el matrimonio, y el lecho conyugal sea inmaculado» (Hebreos 13.2 BJ). Aunque San Pablo, por situaciones pastorales y por sus perspectivas escatológicas, tiende más hacia cierto ascetismo, también afirma los valores del matrimonio y lo presenta como figura de la relación entre Cristo y la Iglesia. En el contexto de consejos pastorales, expresa la mutualidad corporal del sexo en términos de deberes y derechos: «El hombre debe cumplir su deber conyugal con su esposa, e igualmente la mujer con su esposo. La mujer ya no tiene derecho sobre su propio cuerpo, sino su esposo. Tampoco el hombre tiene derecho sobre su propio cuerpo, sino su esposa» (1 Corintios 7.3–4).
La teología bíblica de la sexualidad
Por Juan Stam
Si desea leer la Primera parte de este estudio, haga click aquí.
Cuando Dios bendice la sexualidad humana y ordena la práctica sexual de la pareja, también bendice el mismo proceso de deseo y deleite que hoy también se experimenta.
La teología bíblica de la sexualidad en el Cantar de los Cantares
Otro texto que destaca, mucho más eróticamente, la relación de pareja es El Cantar de los Cantares. Es un drama muy sensual, sin pudores ni tabúes, sobre el amor apasionado de la sulamita y su muy enamorado novio. Los primeros renglones introducen el tono de intenso deseo físico que caracteriza todo el libro. Suplica la sulamita a su amado:
«Ah, si me besaras con los besos de tu boca...
¡grato en verdad es tu amor, más que el vino!
Grata es también, de tus perfumes, la fragancia;
tú mismo eres bálsamo fragante.
¡Con razón te aman las doncellas!
¡Hazme del todo tuya!
¡Date prisa!
¡Llévame, oh rey, a tu alcoba!»
Sucesivos pasajes describen con delicado y cuidadoso detalle la belleza del cuerpo femenino (4.1–5; 6.5–12; 7.1–9) y del masculino (5.10–16). Se hallan invitaciones a encuentros amorosos en el jardín, en la alcoba y en el campo. Y sorprende que, en todo este largo poema, nunca se relaciona el amor erótico con la familia ni con los hijos. El amor sexual, con todos sus anhelos y deleites, se aborda en Cantares como un valor en sí mismo, sin necesidad de ninguna otra justificación.
El mandamiento de reproducción sexual se dio a la pareja antes de su pecado. En ese aspecto, El Cantar de los cantares puede verse como un extendido comentario sobre el calificativo «bueno» del primer capítulo del Génesis. Cuando Dios bendice la sexualidad humana y ordena la práctica sexual de la pareja, también bendice el mismo proceso de deseo y deleite que hoy también se experimenta. El relato implica que nuestro Dios creó todo el sistema fisiológico de la sexualidad bueno y santo, antes de que mediara el pecado.
Todo el sistema nervioso asociado con la experiencia sexual, las diversas zonas erógenas del cuerpo, las hormonas y las glándulas y todos los demás aspectos de esta maravillosa «máquina de placer» (por expresar así este aspecto de la fisiología sexual) no los produjo el pecado, ni son una trampa maliciosa de Dios para probar nuestra resistencia, sino una parte esencial de la creación primigenia y de la imagen de Dios en los seres humanos. Como tal, es «bueno en gran manera» (Génesis 1.27–31).
Algunas corrientes de ascetismo cristiano (p.ej. unos extremos del pietismo protestante) han enseñado que el sexo es necesario y bueno como medio de procreación, pero que cualquier placer sensual anexo al acto sería pecado. Llama la atención que las Escrituras hablan con mucha naturalidad del orgasmo femenino («el deleite», Génesis 18.12) y hasta emplea los mismos términos para el deleite del alma en Dios (Salmos 36.9; cf vocablos parecidos en Salmos 1.2; 16.11). En ningún momento las Escrituras separan el acto sexual (como bueno) del placer que conlleva (como malo).
En la extensa historia de la teología cristiana, con lamentable frecuencia se ha denigrado el sexo y específicamente a la mujer como causa de pecado mediante el deseo erótico. En ese contexto es muy revelador y bastante sorprendente, un pasaje de la Suma Theologica, Parte Primera, cuestión 98, primera parte. Aquí el «Doctor Angelicus» plantea dos preguntas curiosas: ¿en el estado de inocencia existía la procreación? y ¿dicha generación hubiera sido mediante el coito? A la primera pregunta Aquino contesta con un sí, porque el mandamiento de reproducción sexual se dio a la pareja antes de su pecado y, de modo contrario, el pecado hubiera sido necesario para la bendición que Dios pronunció sobre la procreación humana.
A la segunda pregunta, en relación al coito, Santo Tomás explica que precisamente la dualidad sexual es en orden a dicho acto sexual. Entonces a una tercer pregunta: ¿en el paraíso el coito se hubiera acompañado del placer sensual (el orgasmo)? Aquino reconoce que la concupiscencia desordenada es consecuencia del pecado, pero en seguida afirma que «en el estado de inocencia el deleite sensual no hubiera sido menos sino tanto mayor en proporción a la mayor pureza de la naturaleza [humana] y la mayor sensibilidad del cuerpo».
Nuestro Dios creó todo el sistema fisiológico de la sexualidad bueno y santo, antes de que mediara el pecado. Las Escrituras cristianas afirman también el valor positivo del sexo y exhortan a «tener todos en gran honor el matrimonio, y el lecho conyugal sea inmaculado» (Hebreos 13.2 BJ). Aunque San Pablo, por situaciones pastorales y por sus perspectivas escatológicas, tiende más hacia cierto ascetismo, también afirma los valores del matrimonio y lo presenta como figura de la relación entre Cristo y la Iglesia. En el contexto de consejos pastorales, expresa la mutualidad corporal del sexo en términos de deberes y derechos: «El hombre debe cumplir su deber conyugal con su esposa, e igualmente la mujer con su esposo. La mujer ya no tiene derecho sobre su propio cuerpo, sino su esposo. Tampoco el hombre tiene derecho sobre su propio cuerpo, sino su esposa» (1 Corintios 7.3–4).
Teología bíblica de la Sexualidad y Espiritualidad
Encontramos en las Sagradas Escrituras una valiosa teología de la sexualidad, y quizá aun más, una espiritualidad (o una mística) de la sexualidad humana. Desde el inicio ofrecen una valoración muy positiva del sexo, dentro de perspectivas humanizadoras de esta dimensión tan importante de la existencia. Podemos resumir esta visión de la sexualidad bajo los tres propósitos del sexo que se encuentran en el recorrido por la Biblia:
Sin el amor genuino, la relación sexual se vuelve egoísta y frustrante, sin alcanzar su verdadero propósito y sentido.
Encontramos en las Sagradas Escrituras una valiosa teología de la sexualidad, y quizá aun más, una espiritualidad (o una mística) de la sexualidad humana. Desde el inicio ofrecen una valoración muy positiva del sexo, dentro de perspectivas humanizadoras de esta dimensión tan importante de la existencia. Podemos resumir esta visión de la sexualidad bajo los tres propósitos del sexo que se encuentran en el recorrido por la Biblia:
Sin el amor genuino, la relación sexual se vuelve egoísta y frustrante, sin alcanzar su verdadero propósito y sentido.
1. El fin primordial de la sexualidad humana es la unión y comunión de dos seres en amor (Génesis 2; el Cantar de los Cantares).
Según Génesis 2, hemos sido creados para comunidad, con la tierra y con el reino animal pero sobre todo con el sexo opuesto. Génesis 1 distingue la creación de los animales y su reproducción de la creación y la sexualidad humana. Aunque los procesos fisiológicos son casi idénticos, el sentido existencial y teológico es cualitativamente distinto. Y es precisamente la profunda dimensión afectiva de la sexualidad humana, plasmada en una entrega total e incondicional, la que marca el carácter interpersonal de nuestra sexualidad como seres humanos. Sin el amor genuino, la relación sexual se vuelve egoísta y frustrante, sin alcanzar su verdadero propósito y sentido.
Muchos pasajes bíblicos insisten en esta realidad. Muy dramático es el relato de Amnón, hijo de David, que se enamoró locamente de su hermana Tamar (2 Samuel 13). Como ella no respondió a sus galanteos, Amnón la engañó con un truco y después la violó con toda su fuerza. Una vez logrado su vil propósito, comenta el texto, «el odio que sintió por ella después de violarla fue mayor que el amor que antes le había tenido» (13.15). Sexo sin amor termina en desprecio y odio; sexo con amor sincero y compromiso mutuo, es la voluntad de Dios y trae bendición y vida.
2. Un segundo propósito del sexo, que debe reconocerse y respetarse, es el placer erótico.
En su sabiduría Dios ha asociado dos funciones fisiológicas humanas, el comer y la reproducción, con grandes estímulos sensuales. El Creador no hubiera diseñado un sistema tan complejo de estímulos y respuestas, de anhelos y satisfacciones, si el placer que produce fuera contra su propia voluntad. Dentro del debido compromiso personal, este placer debe disfrutarse en su plenitud, con acción de gracias al Creador.
3. Un tercer propósito del sexo es, obviamente, la procreación.
Sin embargo, lejos de ser el definitivo «fin natural» que justificara los demás fines, es de hecho el menos importante. Un matrimonio que procrea cada año un niño, pero sus miembros no se aman ni disfrutan mutuamente del placer sexual, no está obrando la voluntad de Dios. En cambio, una pareja que, por alguna razón, no es capaz de engendrar hijos o, por razones justificadas, planifica su procreación, pero el amor entre ellos es sincero y profundo, no sufre ningún desmedro sólo por la falta de los hijos. Por otra parte, una pareja que se ama pero que se cierra al deleite mutuo que tanto engrandece y dignifica El Cantar de Cantares, procreen o no hijos, no vive su unión según la visión bíblica del sexo. Se les recomienda leer juntos el libro de Cantares, de noche en la cama, a la luz de una romántica candelita.
Según Génesis 2, hemos sido creados para comunidad, con la tierra y con el reino animal pero sobre todo con el sexo opuesto. Génesis 1 distingue la creación de los animales y su reproducción de la creación y la sexualidad humana. Aunque los procesos fisiológicos son casi idénticos, el sentido existencial y teológico es cualitativamente distinto. Y es precisamente la profunda dimensión afectiva de la sexualidad humana, plasmada en una entrega total e incondicional, la que marca el carácter interpersonal de nuestra sexualidad como seres humanos. Sin el amor genuino, la relación sexual se vuelve egoísta y frustrante, sin alcanzar su verdadero propósito y sentido.
Muchos pasajes bíblicos insisten en esta realidad. Muy dramático es el relato de Amnón, hijo de David, que se enamoró locamente de su hermana Tamar (2 Samuel 13). Como ella no respondió a sus galanteos, Amnón la engañó con un truco y después la violó con toda su fuerza. Una vez logrado su vil propósito, comenta el texto, «el odio que sintió por ella después de violarla fue mayor que el amor que antes le había tenido» (13.15). Sexo sin amor termina en desprecio y odio; sexo con amor sincero y compromiso mutuo, es la voluntad de Dios y trae bendición y vida.
2. Un segundo propósito del sexo, que debe reconocerse y respetarse, es el placer erótico.
En su sabiduría Dios ha asociado dos funciones fisiológicas humanas, el comer y la reproducción, con grandes estímulos sensuales. El Creador no hubiera diseñado un sistema tan complejo de estímulos y respuestas, de anhelos y satisfacciones, si el placer que produce fuera contra su propia voluntad. Dentro del debido compromiso personal, este placer debe disfrutarse en su plenitud, con acción de gracias al Creador.
3. Un tercer propósito del sexo es, obviamente, la procreación.
Sin embargo, lejos de ser el definitivo «fin natural» que justificara los demás fines, es de hecho el menos importante. Un matrimonio que procrea cada año un niño, pero sus miembros no se aman ni disfrutan mutuamente del placer sexual, no está obrando la voluntad de Dios. En cambio, una pareja que, por alguna razón, no es capaz de engendrar hijos o, por razones justificadas, planifica su procreación, pero el amor entre ellos es sincero y profundo, no sufre ningún desmedro sólo por la falta de los hijos. Por otra parte, una pareja que se ama pero que se cierra al deleite mutuo que tanto engrandece y dignifica El Cantar de Cantares, procreen o no hijos, no vive su unión según la visión bíblica del sexo. Se les recomienda leer juntos el libro de Cantares, de noche en la cama, a la luz de una romántica candelita.
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Fuente:
Espiritualidad y Sexualidad III
Espiritualidad y Sexualidad IV
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