EL FRUTO DEL ESPÍRITU II
Por José Belaunde M.
Si le preguntaran a su familia, amigos, compañeros de trabajo y hermanos de su congregación sobre usted, ¿sus respuestas expresarían que los frutos del Espíritu Santo son una realidad visible y constante en su vida? En esta segunda parte meditamos sobre la paciencia, la benignidad y la bondad, y la diferencia entre estas.
La paciencia
La paciencia es la cualidad que endulza las relaciones humanas, que nos permite sonreír frente a los desplantes y torpezas ajenas. Es la cualidad que los padres necesitan para cuidar a sus hijos pequeños y para educar a los más grandes. Es esa cualidad indispensable para llevarnos bien con los compañeros de trabajo y con nuestros colegas. Es la cualidad que permite a los maestros soportar a sus alumnos tumultuosos y a estos a su profesor malhumorado. Es la cualidad que nos permite soportar con buen ánimo y sin quejarnos las penurias y las enfermedades. En fin, es una virtud necesaria para todas las etapas de la vida y que se aprende solo ejercitándose en ella, esto es, sufriendo de buena gana las molestias de la vida.
La paciencia es una consecuencia o manifestación del amor, y es apropiado que en la enumeración de los aspectos del fruto del Espíritu, venga después de la paz, pues se ha definido a la paciencia como la ciencia de la paz, la ciencia de mantener la calma en medio de la tempestad.
Es muy singular que la palabra «paciencia» sea casi exclusiva de las epístolas y de Apocalipsis. Solo aparece dos veces en los Evangelios y dos veces en el Antiguo Testamento (en Job y en Proverbios), aunque el concepto sí está presente en las descripciones de Dios como tardo o lento para la ira (Ex 34:6; Nm 14:18, etc.) (Nota 1).
La paciencia en efecto, es una cualidad del carácter de Dios, quien, como dice Pedro, es «paciente con nosotros porque no quiere que ninguno se pierda sino que todos vengan al arrepentimiento» (2 Pe 3.10).
Básicamente son dos las palabras griegas del Nuevo Testamento que se traducen por «paciencia»: makrozumía y hupomoné. La primera es la que usa Pablo en Gálatas 5:22. Viene de makro (largo) y zumía (pasión, ira). El adjetivo makrozumós denota al que demora en airarse. Su significado puede traducirse también por «longanimidad», palabra que ha caído en desuso, pero que expresa bien el sentido de «ánimo largo», que posee la persona tenaz, perseverante.
La segunda palabra, que es la más frecuentemente usada, viene de hupo (debajo) y moné (permanecer), esto es, permanecer debajo. Es la cualidad del que soporta sin moverse, del que no cede ante las circunstancias desfavorables.
En general, makrozumía se refiere a la paciencia que ejercitamos respecto de las personas (por lo que a veces se traduce también como «tolerancia» o «mansedumbre») y hupomoné, la que ejercemos frente a las circunstancias.
Pablo nos exhorta a soportarnos unos a otros con paciencia (Ef 4:2), a sobrellevar los defectos ajenos, así como ellos deben soportar los nuestros, a fin de guardar la unidad del cuerpo de Cristo. En varias ocasiones él se propone a sí mismo como ejemplo de paciencia (2Cor 6:4).
Él escribe que soportar las tribulaciones produce paciencia, y la paciencia, carácter probado, el cual, a su vez, engendra esperanza (Ro 5:5). Santiago, por su lado, nos exhorta a gozarnos en las pruebas que producen paciencia (Stg 1:34) y nos pone como ejemplo a los profetas antiguos y al patriarca Job (5:10-11).
Pero nuestro mejor ejemplo de paciencia es Jesucristo pues nadie soportó de manos humanas un tratamiento tan cruel como el que le fue infligido; que «como cordero fue llevado al matadero y como oveja delante de sus trasquiladores enmudeció y no abrió su boca» (Is 53:7).
Si hemos de entrar en el reino de Dios a través de muchas tribulaciones, como dice Pablo (Hch 14:22), ¡cuán necesaria nos es la virtud de la paciencia para sobrellevarlas! Recordemos que la grandeza del alma se revela más en las adversidades que en los triunfos.
Jesús dijo que el labrador limpia el sarmiento para que dé más fruto. No hay poda que no sea dolorosa. Por eso debemos soportar la disciplina de Dios con la paciencia de la vid que no protesta (Hb 12:79).
Hay un pasaje en Colosenses en que las dos palabras griegas mencionadas arriba aparecen juntas y en el que se dice que hemos sido fortalecidos con todo poder «...para tener paciencia y longanimidad». Uno esperaría que la finalidad del fortalecimiento es hacer grandes hazañas. Pero no es así. Se nos fortalece para que seamos pacientes y perseverantes, cualidades que son necesarias para la realización del ministerio cristiano, esto es, para servir a los demás «con gozo». El propósito de este aspecto del fruto del Espíritu, no es imponerse sobre los demás, sino soportar las pruebas y dificultades, lo cual puede ser a veces una hazaña mayor que los hechos notables que el mundo admira. La paciencia es por ello una marca del temperamento cristiano, indispensable para el ministro del Evangelio (2 Ti 4:2; 2Cor 6:46) a causa de la oposición del enemigo que deberá afrontar y de la perseverancia que deberá ejercer para predicar a tiempo y a destiempo.
El recordado maestro pentecostal británico, Donald Gee, hace la interesante observación de que las pruebas nos vuelven amargos o tiernos, dependiendo del espíritu con que las encaremos, si con rebeldía o desaliento, o si con resignación o agradecimiento. Agregaría que las adversidades, llevadas con paciencia son nuestras mejores amigas porque templan nuestro carácter y nos preparan para afrontar mayores pruebas y ganar mejores victorias.
La paciencia está ligada a otras virtudes emparentadas y en las que se apoya. Por ejemplo, de Job podemos decir que tuvo no solo paciencia cuando perdió toda su fortuna y a sus hijos, sino que demostró tener una gran ecuanimidad pues no perdió la calma junto con sus bienes. Cuanto más apegados estemos a los bienes de este mundo más sufriremos por su pérdida, pero si les damos su justo valor recordando que son transitorios, no nos desesperaremos si nos despojan de ellos. El desapego es por ello una cualidad necesaria en ciertas circunstancias para ejercer paciencia frente a la adversidad, como lo demostró el mismo Job.
Si la paciencia es una manifestación de madurez, el defecto contrario, la impaciencia, es una manifestación de inmadurez. La impaciencia aborta con frecuencia el fruto de nuestras labores pues no sabemos esperar el resultado y nos desanimamos cuando el fruto demora en mostrarse. Por eso Santiago nos pone como ejemplo al labrador que espera con paciencia que salga y crezca el brote de la semilla mientras aguarda la lluvia temprana y la tardía (Stg 5.7). La paciencia está ligada a la espera, esto es, necesita como apoyo no solo a la fe que la sostenga sino también a la esperanza que la aliente y haga otear en el horizonte la ansiada victoria.
La benignidad y la bondad
¿En qué se diferencian estos dos aspectos del fruto del Espíritu? Pareciera como si el apóstol hubiera yuxtapuesto dos sinónimos para expresar una misma cualidad. Pero no es así. Aunque afines, hay una diferencia entre ambas virtudes. Para decirlo de una manera simple, la benignidad (jrestótes) es una virtud principalmente pasiva, receptiva; la bondad (agazosúne) es activa. La benignidad es la disposición de carácter que acoge a los demás con amabilidad, con cariño, con ternura, con una actitud benevolente, tolerante, y que, por consiguiente, inspira confianza.
La persona benigna sabe escuchar sin impacientarse por la torpeza de la ignorancia ajena, o por la timidez del que se le acerca; trata sin dureza, sin maltratar, perdonando. La benignidad es lo contrario de la severidad, de la aspereza del malhumorado, o de la frialdad del indiferente.
La benignidad es tanto más valiosa y necesaria cuanto más humilde sea la persona que se acerca. Por lo general la gente suele tratar mal a las personas humildes y bien a las poderosas, como si estas lo merecieran y las otras no. Esa conducta quizá se deba al miedo o al respeto que los poderosos les inspiran.
Pero Pablo nos propone una conducta diferente al hablar del cuerpo de Cristo. Dice que las partes más débiles son las que reciben o necesitan mayor honor, mientras que las más apreciadas no lo necesitan tanto.
Él escribe acerca de los miembros del cuerpo refiriéndose figuradamente a las personas: «Los miembros del cuerpo que parecen más débiles son los más necesarios; y aquellos del cuerpo que nos parecen menos dignos, a éstos vestimos más dignamente; y a los que en nosotros son menos decorosos, se tratan con más decoro. Porque los que en nosotros son más decorosos no tienen necesidad; pero Dios ordenó el cuerpo dando más abundante honor al que le faltaba.» (1Cor. 12:22-24).
Las personas más necesitadas deben ser tratadas con más cariño, con más cortesía, con más benevolencia. Los que están en mejor posición material o social no necesitan ser tratados con igual consideración, porque disponen de lo necesario (2).
Pablo ha escrito en varios pasajes acerca del modo cristiano de tratar al prójimo: «Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándonos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo» (Ef 4.32).
En otro lugar relaciona la benignidad con la misericordia, la humildad, la mansedumbre, la paciencia (Col 3.12). Esas son virtudes afines que suelen ir juntas, aspectos diversos del amor que, como una piedra preciosa, presenta diversas facetas de luz.
Pablo también escribe: «Vuestra gentileza sea conocida por todos» (Fil 4.5). De la persona gentil no sale ninguna palabra descortés, que no sea amable, así como de una misma fuente no puede brotar agua dulce y amarga (Stg 3.11).
La buena educación, las buenas maneras, dicho sea de paso, son una cualidad cristiana, una manifestación muy valiosa del amor al prójimo, pues facilitan las relaciones humanas, aunque a veces los paganos la practiquen mejor que los cristianos. Tienen de qué avergonzarnos.
El cristiano maduro trata a las personas que le han sido encomendadas con ternura, como la nodriza cuida a sus propios hijos. (1Ts 2.6).
En la segunda carta a Timoteo el apóstol da a su discípulo algunas pautas acerca de cómo debe comportarse. El siervo de Dios dice no debe ser pleitista, sino amable con todos; que corrija con mansedumbre, no con dureza. (2 Ti 2.2425) Porque ¿cómo podría atraer a nadie a los pies de Cristo si se comporta de una manera opuesta a la de su Maestro que era benigno y misericordioso (2 Co 10.1)? ¿Si trata al inconverso con aspereza, duramente, o si se mofa de sus creencias y devociones? Él debe conducir a los pecadores al arrepentimiento mediante una actitud benigna como Cristo a la samaritana.
El apóstol Santiago escribe que la sabiduría que viene de lo alto es benigna, amable, pacífica, llena de misericordia y de buenos frutos (Stg 3.17). El que es realmente sabio debe comportarse de esa manera; no puede ser altanero, prepotente, intolerante. Así puede obrar la sabiduría del mundo, que es soberbia y se jacta de la vastedad de sus conocimientos y de sus logros. Pero la sabiduría que procede de Dios refleja la benevolencia de su naturaleza.
¿Qué trato damos nosotros a las personas que se nos acercan? ¿Somos toscos, fríos, distantes, hirientes? ¿O somos acogedores, amables, sonrientes? ¿Escuchamos con cariño e interés lo que nos cuentan, o lo hacemos desdeñosamente? La benignidad marca la diferencia.
Pensemos un momento: Las personas con las que nos hemos topado el día de hoy o ayer ¿cómo nos trataron? ¿Benignamente o todo lo contrario? ¿Y cómo nos sentimos? Pues de manera semejante se sienten los demás según cómo los tratamos. Nuestro testimonio cristiano depende mucho de cómo tratemos a la gente, es decir, de que seamos benignos.
De otro lado la bondad (agazosúne) es una virtud activa. Es el amor en acción, que acude de prisa a socorrer donde quiera que haya una necesidad; está siempre dispuesta a hacer el bien y lo hace.
Este es uno de los más sobresalientes rasgos del carácter de Dios tal como lo describe el Antiguo Testamento que todo lo hace para el bien de sus criaturas y está siempre supliendo sus necesidades, aunque los hombres no se acuerden de Él.
Dios hace brotar el agua de las fuentes para dar de beber a las bestias del campo; riega la tierra mandando su lluvia para fecundar las cosechas. Él provee de alimento a las aves del cielo y hace brotar la hierba para saciar el hambre del ganado y el trigo para el hombre. (Sal 104:10-14).
Dios no descansa ni duerme cuidando al hombre, dice el salmista (Sal 121:4); protege a sus hijos en peligro enviando a los ángeles del cielo que obedecen sus órdenes (Sal 91:11-12).
Pero sobre todo, mandó a su Hijo a salvarnos y está siempre dispuesto a perdonarnos. La bondad de Dios debería impulsarnos a ser semejantes a Él para obrar siempre a favor del prójimo que se encuentra en peligro (Pr 24:11-12). Jesús fue un ejemplo de bondad, pues pasó su tiempo cuando caminó en la tierra haciendo bienes, resucitando a los muertos y sanando a los enfermos (Hch 10:38). La bondad nunca se cansa de hacer el bien y está siempre buscando oportunidades para ser de beneficio para los otros. Por eso Pablo exhorta a los ricos a ser «ricos en buenas obras», porque les es más útil que ser ricos en dinero (1 Ti 6:18).
Jesús nos ha dejado un gran ejemplo de la bondad que actúa a favor del prójimo en la parábola del Buen Samaritano. Ahí tenemos ejemplificado el cuidado, el propósito benéfico, la generosidad, el sentido de sacrificio y de responsabilidad que debe manifestar el creyente bondadoso con el hermano caído si quiere ser imitador de Dios.
Pero la bondad no siempre es blanda. Tiene que estar dispuesta a suprimir el error y a corregir los abusos con energía cuando sea necesario, como cuando Jesús expulsó a los mercaderes del templo que habían convertido la casa de su Padre en una cueva de ladrones. No que Él no fuera bueno ni que actuara cruelmente, sino que fue el celo por la casa de su Padre lo que lo impulsó a actuar de esa manera (Jn 2:13-17).
Cuanto más intimidad tengamos con Dios mayor será la acción del Espíritu Santo en nosotros haciendo brotar su fruto. ¿Por qué hay tanta gente que actúa de una manera desconsiderada y cruel? Porque están alejados del conocimiento de Dios. Si lo conocieran no obrarían de esa manera.
La benignidad y la bondad se parecen, pero no son lo mismo. Son dos aspectos complementarios pero diferentes del amor de Dios (3).
Notas del autor:
(1) Podría argumentarse que la importancia que el Nuevo Testamento da a la virtud de la paciencia denota la influencia que tuvo la ética estoica en el pensamiento cristiano. La idea no es del todo descabellada pues son varios los términos del estoicismo que incorporó la doctrina cristiana (Logos, conciencia, virtud, culto racional, etc.) Pablo estaba familiarizado con el pensamiento estoico pues cita a un autor perteneciente a esa corriente. Los puntos de contacto entre el estoicismo y el cristianismo son tantos que en un tiempo circuló la leyenda de que el filósofo Séneca se había convertido al cristianismo, la cual se plasmó en un colección de cartas apócrifas del filósofo al apóstol.
(2) Mi padre solía decir quizá inspirándose en Pablo que cuanto más humilde es una persona con más cortesía debe ser tratada. Ese era un principio que él practicaba. Por eso la gente humilde lo quería a él tanto.
(3) Los autores griegos clásicos emplean la palabra jrestótes en contextos diversos aunque afines, pero no es fácil encontrarle una traducción perfecta en los idiomas modernos. Por su lado, agazosúne es una de las palabras con que la religión revelada ha enriquecido al griego tardío. Sólo ocurre en la traducción al griego del Antiguo Testamento (Septuaginta), en el Nuevo Testamento y en los escritos que dependen de este. Agazosúne y jrestótes (sustantivos) figuran en el Nuevo Testamento solo en los escritos de Pablo. Jrestótes es una virtud que penetra toda la personalidad y el carácter, que suaviza lo que es áspero y austero. El vino que ha madurado con el tiempo es jrestós (adjetivo en Lc 5.39) y el yugo de Cristo es jrestós (ídem Mt 11.30). Jesús desplegó su agazosúne cuando expulsó a los mercaderes del templo (Mt 21.13) y cuando profirió palabras severas contra los fariseos (Mt 23), porque su bondad lo movió a hacer prevalecer la verdad y a corregir el error. Pero no se puede decir que esas acciones muestren su jrestótes. Más bien desplegó su jrestótes cuando acogió a mujeres pecadoras (Lc 7.3750; Jn 8.211) y en su trato benévolo con niños (Lc 19.1314); en su diálogo con la samaritana (Jn 4) y en cómo se dirigió a Zaqueo (Lc 19.110). Esta jrestótes se identificó de tal manera con el ministerio de Cristo que Tertuliano (escritor cristiano del siglo II) pudo decir que, en los labios de los paganos romanos, Christus se convirtió en Chrestos, y Christiani, en Chrestiani, aunque con un matiz de desprecio. La mentalidad del mundo no aprecia la benignidad que solo se inclina hacia el prójimo sin pensar en el provecho propio. (Tomo esta información del interesante capítulo que R.C. Trench, dedica a estas dos palabras en su libro Sinónimos del Nuevo Testamento).
Fuente:
El Fruto del Espíritu
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La paciencia
La paciencia es la cualidad que endulza las relaciones humanas, que nos permite sonreír frente a los desplantes y torpezas ajenas. Es la cualidad que los padres necesitan para cuidar a sus hijos pequeños y para educar a los más grandes. Es esa cualidad indispensable para llevarnos bien con los compañeros de trabajo y con nuestros colegas. Es la cualidad que permite a los maestros soportar a sus alumnos tumultuosos y a estos a su profesor malhumorado. Es la cualidad que nos permite soportar con buen ánimo y sin quejarnos las penurias y las enfermedades. En fin, es una virtud necesaria para todas las etapas de la vida y que se aprende solo ejercitándose en ella, esto es, sufriendo de buena gana las molestias de la vida.
La paciencia es una consecuencia o manifestación del amor, y es apropiado que en la enumeración de los aspectos del fruto del Espíritu, venga después de la paz, pues se ha definido a la paciencia como la ciencia de la paz, la ciencia de mantener la calma en medio de la tempestad.
Es muy singular que la palabra «paciencia» sea casi exclusiva de las epístolas y de Apocalipsis. Solo aparece dos veces en los Evangelios y dos veces en el Antiguo Testamento (en Job y en Proverbios), aunque el concepto sí está presente en las descripciones de Dios como tardo o lento para la ira (Ex 34:6; Nm 14:18, etc.) (Nota 1).
La paciencia en efecto, es una cualidad del carácter de Dios, quien, como dice Pedro, es «paciente con nosotros porque no quiere que ninguno se pierda sino que todos vengan al arrepentimiento» (2 Pe 3.10).
Básicamente son dos las palabras griegas del Nuevo Testamento que se traducen por «paciencia»: makrozumía y hupomoné. La primera es la que usa Pablo en Gálatas 5:22. Viene de makro (largo) y zumía (pasión, ira). El adjetivo makrozumós denota al que demora en airarse. Su significado puede traducirse también por «longanimidad», palabra que ha caído en desuso, pero que expresa bien el sentido de «ánimo largo», que posee la persona tenaz, perseverante.
La segunda palabra, que es la más frecuentemente usada, viene de hupo (debajo) y moné (permanecer), esto es, permanecer debajo. Es la cualidad del que soporta sin moverse, del que no cede ante las circunstancias desfavorables.
En general, makrozumía se refiere a la paciencia que ejercitamos respecto de las personas (por lo que a veces se traduce también como «tolerancia» o «mansedumbre») y hupomoné, la que ejercemos frente a las circunstancias.
Pablo nos exhorta a soportarnos unos a otros con paciencia (Ef 4:2), a sobrellevar los defectos ajenos, así como ellos deben soportar los nuestros, a fin de guardar la unidad del cuerpo de Cristo. En varias ocasiones él se propone a sí mismo como ejemplo de paciencia (2Cor 6:4).
Él escribe que soportar las tribulaciones produce paciencia, y la paciencia, carácter probado, el cual, a su vez, engendra esperanza (Ro 5:5). Santiago, por su lado, nos exhorta a gozarnos en las pruebas que producen paciencia (Stg 1:34) y nos pone como ejemplo a los profetas antiguos y al patriarca Job (5:10-11).
Pero nuestro mejor ejemplo de paciencia es Jesucristo pues nadie soportó de manos humanas un tratamiento tan cruel como el que le fue infligido; que «como cordero fue llevado al matadero y como oveja delante de sus trasquiladores enmudeció y no abrió su boca» (Is 53:7).
Si hemos de entrar en el reino de Dios a través de muchas tribulaciones, como dice Pablo (Hch 14:22), ¡cuán necesaria nos es la virtud de la paciencia para sobrellevarlas! Recordemos que la grandeza del alma se revela más en las adversidades que en los triunfos.
Jesús dijo que el labrador limpia el sarmiento para que dé más fruto. No hay poda que no sea dolorosa. Por eso debemos soportar la disciplina de Dios con la paciencia de la vid que no protesta (Hb 12:79).
Hay un pasaje en Colosenses en que las dos palabras griegas mencionadas arriba aparecen juntas y en el que se dice que hemos sido fortalecidos con todo poder «...para tener paciencia y longanimidad». Uno esperaría que la finalidad del fortalecimiento es hacer grandes hazañas. Pero no es así. Se nos fortalece para que seamos pacientes y perseverantes, cualidades que son necesarias para la realización del ministerio cristiano, esto es, para servir a los demás «con gozo». El propósito de este aspecto del fruto del Espíritu, no es imponerse sobre los demás, sino soportar las pruebas y dificultades, lo cual puede ser a veces una hazaña mayor que los hechos notables que el mundo admira. La paciencia es por ello una marca del temperamento cristiano, indispensable para el ministro del Evangelio (2 Ti 4:2; 2Cor 6:46) a causa de la oposición del enemigo que deberá afrontar y de la perseverancia que deberá ejercer para predicar a tiempo y a destiempo.
El recordado maestro pentecostal británico, Donald Gee, hace la interesante observación de que las pruebas nos vuelven amargos o tiernos, dependiendo del espíritu con que las encaremos, si con rebeldía o desaliento, o si con resignación o agradecimiento. Agregaría que las adversidades, llevadas con paciencia son nuestras mejores amigas porque templan nuestro carácter y nos preparan para afrontar mayores pruebas y ganar mejores victorias.
La paciencia está ligada a otras virtudes emparentadas y en las que se apoya. Por ejemplo, de Job podemos decir que tuvo no solo paciencia cuando perdió toda su fortuna y a sus hijos, sino que demostró tener una gran ecuanimidad pues no perdió la calma junto con sus bienes. Cuanto más apegados estemos a los bienes de este mundo más sufriremos por su pérdida, pero si les damos su justo valor recordando que son transitorios, no nos desesperaremos si nos despojan de ellos. El desapego es por ello una cualidad necesaria en ciertas circunstancias para ejercer paciencia frente a la adversidad, como lo demostró el mismo Job.
Si la paciencia es una manifestación de madurez, el defecto contrario, la impaciencia, es una manifestación de inmadurez. La impaciencia aborta con frecuencia el fruto de nuestras labores pues no sabemos esperar el resultado y nos desanimamos cuando el fruto demora en mostrarse. Por eso Santiago nos pone como ejemplo al labrador que espera con paciencia que salga y crezca el brote de la semilla mientras aguarda la lluvia temprana y la tardía (Stg 5.7). La paciencia está ligada a la espera, esto es, necesita como apoyo no solo a la fe que la sostenga sino también a la esperanza que la aliente y haga otear en el horizonte la ansiada victoria.
La benignidad y la bondad
¿En qué se diferencian estos dos aspectos del fruto del Espíritu? Pareciera como si el apóstol hubiera yuxtapuesto dos sinónimos para expresar una misma cualidad. Pero no es así. Aunque afines, hay una diferencia entre ambas virtudes. Para decirlo de una manera simple, la benignidad (jrestótes) es una virtud principalmente pasiva, receptiva; la bondad (agazosúne) es activa. La benignidad es la disposición de carácter que acoge a los demás con amabilidad, con cariño, con ternura, con una actitud benevolente, tolerante, y que, por consiguiente, inspira confianza.
La persona benigna sabe escuchar sin impacientarse por la torpeza de la ignorancia ajena, o por la timidez del que se le acerca; trata sin dureza, sin maltratar, perdonando. La benignidad es lo contrario de la severidad, de la aspereza del malhumorado, o de la frialdad del indiferente.
La benignidad es tanto más valiosa y necesaria cuanto más humilde sea la persona que se acerca. Por lo general la gente suele tratar mal a las personas humildes y bien a las poderosas, como si estas lo merecieran y las otras no. Esa conducta quizá se deba al miedo o al respeto que los poderosos les inspiran.
Pero Pablo nos propone una conducta diferente al hablar del cuerpo de Cristo. Dice que las partes más débiles son las que reciben o necesitan mayor honor, mientras que las más apreciadas no lo necesitan tanto.
Él escribe acerca de los miembros del cuerpo refiriéndose figuradamente a las personas: «Los miembros del cuerpo que parecen más débiles son los más necesarios; y aquellos del cuerpo que nos parecen menos dignos, a éstos vestimos más dignamente; y a los que en nosotros son menos decorosos, se tratan con más decoro. Porque los que en nosotros son más decorosos no tienen necesidad; pero Dios ordenó el cuerpo dando más abundante honor al que le faltaba.» (1Cor. 12:22-24).
Las personas más necesitadas deben ser tratadas con más cariño, con más cortesía, con más benevolencia. Los que están en mejor posición material o social no necesitan ser tratados con igual consideración, porque disponen de lo necesario (2).
Pablo ha escrito en varios pasajes acerca del modo cristiano de tratar al prójimo: «Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándonos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo» (Ef 4.32).
En otro lugar relaciona la benignidad con la misericordia, la humildad, la mansedumbre, la paciencia (Col 3.12). Esas son virtudes afines que suelen ir juntas, aspectos diversos del amor que, como una piedra preciosa, presenta diversas facetas de luz.
Pablo también escribe: «Vuestra gentileza sea conocida por todos» (Fil 4.5). De la persona gentil no sale ninguna palabra descortés, que no sea amable, así como de una misma fuente no puede brotar agua dulce y amarga (Stg 3.11).
La buena educación, las buenas maneras, dicho sea de paso, son una cualidad cristiana, una manifestación muy valiosa del amor al prójimo, pues facilitan las relaciones humanas, aunque a veces los paganos la practiquen mejor que los cristianos. Tienen de qué avergonzarnos.
El cristiano maduro trata a las personas que le han sido encomendadas con ternura, como la nodriza cuida a sus propios hijos. (1Ts 2.6).
En la segunda carta a Timoteo el apóstol da a su discípulo algunas pautas acerca de cómo debe comportarse. El siervo de Dios dice no debe ser pleitista, sino amable con todos; que corrija con mansedumbre, no con dureza. (2 Ti 2.2425) Porque ¿cómo podría atraer a nadie a los pies de Cristo si se comporta de una manera opuesta a la de su Maestro que era benigno y misericordioso (2 Co 10.1)? ¿Si trata al inconverso con aspereza, duramente, o si se mofa de sus creencias y devociones? Él debe conducir a los pecadores al arrepentimiento mediante una actitud benigna como Cristo a la samaritana.
El apóstol Santiago escribe que la sabiduría que viene de lo alto es benigna, amable, pacífica, llena de misericordia y de buenos frutos (Stg 3.17). El que es realmente sabio debe comportarse de esa manera; no puede ser altanero, prepotente, intolerante. Así puede obrar la sabiduría del mundo, que es soberbia y se jacta de la vastedad de sus conocimientos y de sus logros. Pero la sabiduría que procede de Dios refleja la benevolencia de su naturaleza.
¿Qué trato damos nosotros a las personas que se nos acercan? ¿Somos toscos, fríos, distantes, hirientes? ¿O somos acogedores, amables, sonrientes? ¿Escuchamos con cariño e interés lo que nos cuentan, o lo hacemos desdeñosamente? La benignidad marca la diferencia.
Pensemos un momento: Las personas con las que nos hemos topado el día de hoy o ayer ¿cómo nos trataron? ¿Benignamente o todo lo contrario? ¿Y cómo nos sentimos? Pues de manera semejante se sienten los demás según cómo los tratamos. Nuestro testimonio cristiano depende mucho de cómo tratemos a la gente, es decir, de que seamos benignos.
De otro lado la bondad (agazosúne) es una virtud activa. Es el amor en acción, que acude de prisa a socorrer donde quiera que haya una necesidad; está siempre dispuesta a hacer el bien y lo hace.
Este es uno de los más sobresalientes rasgos del carácter de Dios tal como lo describe el Antiguo Testamento que todo lo hace para el bien de sus criaturas y está siempre supliendo sus necesidades, aunque los hombres no se acuerden de Él.
Dios hace brotar el agua de las fuentes para dar de beber a las bestias del campo; riega la tierra mandando su lluvia para fecundar las cosechas. Él provee de alimento a las aves del cielo y hace brotar la hierba para saciar el hambre del ganado y el trigo para el hombre. (Sal 104:10-14).
Dios no descansa ni duerme cuidando al hombre, dice el salmista (Sal 121:4); protege a sus hijos en peligro enviando a los ángeles del cielo que obedecen sus órdenes (Sal 91:11-12).
Pero sobre todo, mandó a su Hijo a salvarnos y está siempre dispuesto a perdonarnos. La bondad de Dios debería impulsarnos a ser semejantes a Él para obrar siempre a favor del prójimo que se encuentra en peligro (Pr 24:11-12). Jesús fue un ejemplo de bondad, pues pasó su tiempo cuando caminó en la tierra haciendo bienes, resucitando a los muertos y sanando a los enfermos (Hch 10:38). La bondad nunca se cansa de hacer el bien y está siempre buscando oportunidades para ser de beneficio para los otros. Por eso Pablo exhorta a los ricos a ser «ricos en buenas obras», porque les es más útil que ser ricos en dinero (1 Ti 6:18).
Jesús nos ha dejado un gran ejemplo de la bondad que actúa a favor del prójimo en la parábola del Buen Samaritano. Ahí tenemos ejemplificado el cuidado, el propósito benéfico, la generosidad, el sentido de sacrificio y de responsabilidad que debe manifestar el creyente bondadoso con el hermano caído si quiere ser imitador de Dios.
Pero la bondad no siempre es blanda. Tiene que estar dispuesta a suprimir el error y a corregir los abusos con energía cuando sea necesario, como cuando Jesús expulsó a los mercaderes del templo que habían convertido la casa de su Padre en una cueva de ladrones. No que Él no fuera bueno ni que actuara cruelmente, sino que fue el celo por la casa de su Padre lo que lo impulsó a actuar de esa manera (Jn 2:13-17).
Cuanto más intimidad tengamos con Dios mayor será la acción del Espíritu Santo en nosotros haciendo brotar su fruto. ¿Por qué hay tanta gente que actúa de una manera desconsiderada y cruel? Porque están alejados del conocimiento de Dios. Si lo conocieran no obrarían de esa manera.
La benignidad y la bondad se parecen, pero no son lo mismo. Son dos aspectos complementarios pero diferentes del amor de Dios (3).
Notas del autor:
(1) Podría argumentarse que la importancia que el Nuevo Testamento da a la virtud de la paciencia denota la influencia que tuvo la ética estoica en el pensamiento cristiano. La idea no es del todo descabellada pues son varios los términos del estoicismo que incorporó la doctrina cristiana (Logos, conciencia, virtud, culto racional, etc.) Pablo estaba familiarizado con el pensamiento estoico pues cita a un autor perteneciente a esa corriente. Los puntos de contacto entre el estoicismo y el cristianismo son tantos que en un tiempo circuló la leyenda de que el filósofo Séneca se había convertido al cristianismo, la cual se plasmó en un colección de cartas apócrifas del filósofo al apóstol.
(2) Mi padre solía decir quizá inspirándose en Pablo que cuanto más humilde es una persona con más cortesía debe ser tratada. Ese era un principio que él practicaba. Por eso la gente humilde lo quería a él tanto.
(3) Los autores griegos clásicos emplean la palabra jrestótes en contextos diversos aunque afines, pero no es fácil encontrarle una traducción perfecta en los idiomas modernos. Por su lado, agazosúne es una de las palabras con que la religión revelada ha enriquecido al griego tardío. Sólo ocurre en la traducción al griego del Antiguo Testamento (Septuaginta), en el Nuevo Testamento y en los escritos que dependen de este. Agazosúne y jrestótes (sustantivos) figuran en el Nuevo Testamento solo en los escritos de Pablo. Jrestótes es una virtud que penetra toda la personalidad y el carácter, que suaviza lo que es áspero y austero. El vino que ha madurado con el tiempo es jrestós (adjetivo en Lc 5.39) y el yugo de Cristo es jrestós (ídem Mt 11.30). Jesús desplegó su agazosúne cuando expulsó a los mercaderes del templo (Mt 21.13) y cuando profirió palabras severas contra los fariseos (Mt 23), porque su bondad lo movió a hacer prevalecer la verdad y a corregir el error. Pero no se puede decir que esas acciones muestren su jrestótes. Más bien desplegó su jrestótes cuando acogió a mujeres pecadoras (Lc 7.3750; Jn 8.211) y en su trato benévolo con niños (Lc 19.1314); en su diálogo con la samaritana (Jn 4) y en cómo se dirigió a Zaqueo (Lc 19.110). Esta jrestótes se identificó de tal manera con el ministerio de Cristo que Tertuliano (escritor cristiano del siglo II) pudo decir que, en los labios de los paganos romanos, Christus se convirtió en Chrestos, y Christiani, en Chrestiani, aunque con un matiz de desprecio. La mentalidad del mundo no aprecia la benignidad que solo se inclina hacia el prójimo sin pensar en el provecho propio. (Tomo esta información del interesante capítulo que R.C. Trench, dedica a estas dos palabras en su libro Sinónimos del Nuevo Testamento).
Fuente:
El Fruto del Espíritu
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