EL FRUTO DEL ESPÍRITU
Por José Balaunde M.
Lo primordial que obra el Espíritu en nosotros no es lo que hacemos sino lo que somos. El Espíritu imprime el carácter de Cristo en nuestra alma y ese carácter se revelará al exterior. El siguiente artículo trata los tres primeros frutos del Espíritu citados en el capítulo 5 de Gálatas. ¿Están estos reflejados en su diario vivir?
En el capítulo cinco de la epístola a los Gálatas, a partir del versículo 16, Pablo contrapone el andar en la carne con el andar en el Espíritu, las obras de la carne con el fruto del Espíritu. Dice que ambos son como mundos y maneras de obrar no solo distintas sino opuestas, que combaten y se excluyen entre sí (v. 17). El creyente tiene que tomar una decisión: satisfacer los deseos de la carne que han sido moderados, es cierto, pero que todavía están vivos en el viejo hombre , o vivir y caminar en el Espíritu.
Pablo enumera las obras de la carne aunque la lista no sea completa contiene lo principal, vv. 19 al 21 y luego habla de la múltiple manifestación del fruto del Espíritu vv. 22 y 23. No escribe «las obras del Espíritu», sino «el fruto», es decir, las cualidades del carácter de Cristo que el Espíritu produce en nosotros.
Lo primordial que obra el Espíritu en nosotros no es lo que hacemos sino lo que somos. Pero nuestros actos son reflejo de nuestro interior. El Espíritu imprime, por así decirlo, el carácter de Cristo en nuestra alma y ese carácter se revelará al exterior en nuestros actos, palabras, y tratos hacia la gente.
El apóstol Juan lo expresa de otra manera: «El que dice que permanece en Él debe andar como el anduvo» (1 Jn 2:6). Jesús dijo: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí (es decir, unido al tronco de la vid) y yo en él, éste lleva mucho fruto.» (Jn 15:4)
El fruto del Espíritu empieza a brotar en nosotros cuando nos convertimos. Pero brota por sí solo hasta cierto punto. Debe ser cultivado, abonado, mediante nuestra comunión con Cristo, mediante la cual la savia de su vida pasa del tronco al sarmiento. Así como el sarmiento da fruto en la medida en que fluya la savia, de manera semejante nosotros manifestamos los rasgos del carácter de Jesús cuando su vida fluye en nuestro espíritu. Pero nuestro sarmiento deberá también ser podado, limpiado por el divino Jardinero, para que dé más fruto (Jn 15:2).
Las cualidades del carácter de Cristo, su amor, su bondad, su paz, etc., son la luz que Jesús dijo debía brillar delante de los hombres para que, viendo nuestras buenas obras, glorifiquen a su Padre que está en los cielos (Mt 5:16). El fruto del Espíritu no consiste en obras, pero se manifiesta en obras que dan gloria a Dios.
El fruto del Espíritu es como un prisma que descompone la luz que lo atraviesa no en siete (como en el prisma de vidrio) sino en nueve colores distintos que, sumados, hacen un blanco purísimo. Aquí vemos cómo un fenómeno físico es figura de un fenómeno espiritual: la blancura de la pureza del alma unida a Cristo que resulta de la suma de las cualidades de su personalidad humana. Veamos pues cuáles son esos colores de la luz de Cristo.
El amor
La naturaleza está llena de amor, el cual se manifiesta en miles de formas. En la unión del polen con el óvulo de la planta receptora en el cáliz de la flor; en la atracción recíproca de los animales; en el amor de los animales domésticos por el hombre; en la simpatía que une a los amigos; en la atracción física de los sexos, etc.
Pero el amor como fruto no es el amor apasionado de los enamorados o de los amantes, sino es un amor diferente que Dios derrama en nuestros corazones cuando nos da el Espíritu Santo (Ro 5:5). Es un amor que el mundo no conoce. Es la clase de amor que Él tiene por nosotros que «de tal manera amó al mundo que dio a su Hijo...» (Jn 3:16). Es el amor que constituye la esencia de su ser (1Jn 4.8).
La característica principal de este amor es el darse. Por tanto es un amor desinteresado que no espera recibir nada a cambio. Si amamos a Dios nos damos a Él, le damos todo lo que tenemos, nuestro tiempo, fuerzas, dinero. Lo damos sin que nos cueste porque al que ama no le cuesta dar.
Es un amor que se manifiesta más en hechos que en palabras. Si alguno ve a su prójimo padeciendo necesidad y no siente el impulso de satisfacerla con sus bienes, ¿cómo podrá decir que el amor de Dios vive en él? El amor de Dios nos empuja a dar y si no, no es verdadero (1Jn 3:16-18).
Ese es un amor que trasciende el plano humano, con sus tres dimensiones (largo, ancho y alto) y que tiene una cuarta dimensión desconocida por la carne: la profundidad (Ef 3:18). La dimensión del amor de Dios es diferente por eso está más allá de la mente y de los afectos humanos. Si estamos llenos del amor de Dios, estamos llenos de su plenitud. Dios derrama su amor incluso en personas que no lo conocen o que no quieren rendirse a Él, así como hace brillar su sol sobre malos y buenos (Mt 5.45). Dios no es tacaño con su amor. Lo da y no exige nada a cambio. Cristo entregó su vida por nuestros pecados pero no nos exige que le amemos en recompensa. Ciertamente espera que el pecador se vuelva a Él, pero no murió por nosotros a condición de que todos le amáramos.
El amor de Dios en nosotros se comporta de manera semejante. Ama sin exigir pago. Ama porque necesita amar. El amor no puede dejar de amar, tal como el agua no puede dejar de mojar. El amor verdadero ama sin esperar ser correspondido. Dios por amor nos dio a su Hijo aun sabiendo que iba a ser rechazado.
Ese es el amor que canta Pablo en 1 Corintios 13, que todo lo sufre, que todo lo cree, todo lo soporta, que todo lo perdona. (1Cor 13:7). El amor de Dios es, por así decirlo, un amor necio, que no teme ser engañado; que ama a sabiendas de nuestra ingratitud.
Al hombre le es difícil amar de esa manera. Nadie puede amar así si Dios no ha derramado su amor en él. El amor humano es inevitablemente egoísta ya que ama pero exige ser amado. Si no pagan nuestro amor con amor, o con un gesto de gratitud, nuestro amor se resiente y hasta puede tornarse en odio.
El amor de Dios nunca se resiente cuando es rechazado o porque se le recompensa con ingratitud. Más bien se podría decir que ama más al que lo rechaza, precisamente por ese motivo, e irá a buscarlo como el Buen Pastor a la oveja perdida (Lc 15:46). Es como la luz del sol, cuyos rayos no se ensucian al alumbrar el barro o el estiércol. Permanecen siempre puros. ¿No hay madres que aman así a sus hijos? ¿Qué los aman pese a sus defectos? Es Dios quien ha derramado ese amor en sus corazones.
¿Cuántos podemos decir que nuestro amor permanece intacto pese al rechazo? Incluso el amor de los padres a veces se enfría si los hijos les son ingratos. Sólo el amor que Dios inspira permanece intacto. Ese es un amor que abarca a todos los hombres, no solo a los que nos aman, sino también a los que nos odian (Mt 5:43-45). Es un amor que renuncia incluso a ser amado con tal de poder seguir amando; es el amor que aceptaría ser condenado al infierno si fuera necesario, con tal de salvar a otros (Ro 9.3).
Ese es el amor que manifestó Cristo en la cruz al ofrendar su vida y afrontar el sufrimiento por el gozo de salvarnos (He 12:2). Es un amor que está por encima de la capacidad humana y que solo Dios puede dar; un amor que muere a sí mismo y que prefiere el bien ajeno al propio.
Uno de los síntomas más claros de que estamos llenos de este amor es que no nos entristezcamos porque los méritos y cualidades de otro nos opacan, al contrario, nos alegremos en los méritos y éxitos de otro a quien Dios levanta. Ese es un amor que prefiere ser insultado a insultar; que no envidia sino se goza en la felicidad del otro; que no se jacta sino que destaca los méritos ajenos; que no se irrita ni guarda rencor sino perdona. Es el amor que sufre de buena gana aun por los que lo odian (1Cor 13:46).
Es un amor que hace la vida diferente. Es el amor que se manifiesta en la fidelidad de los esposos más allá de sus cuerpos, y en la amistad de los que son verdaderos amigos; en la caridad que sacrifica la propia comodidad o el propio dinero por ayudar al prójimo (Lc 10:25-37).
La enfermera que ama a sus enfermos goza cuidándolos aunque se fatigue. Si no los ama su trabajo será para ella una carga pesada. Si los ama le será fácil. Cuando existe ese amor en el seno de una familia, sus miembros gozan de una felicidad que el dinero no puede comprar.
En la medida en que nosotros experimentemos el amor de Dios podremos darlo al prójimo. Todo lo que experimentamos lo aprendemos y podemos reproducirlo. Por eso la forma cómo nosotros tratamos al prójimo es un reflejo del grado en que hemos experimentado el amor de Dios.
Nosotros amamos tanto al prójimo cuanto nos sentimos amados por Dios. El que no siente que Dios lo ama difícilmente puede amar al prójimo. De ahí viene que alguna gente pueda ser tan fría con sus semejantes. No conocen el amor de Dios y, por tanto, no pueden darlo a otros.
Al que ama no le cuesta dar, no le cuesta regalar. Dios no escatimó el costo de entregarnos a su Hijo. ¿O estaría Él calculando si valía o no la pena dárnoslo? Dios no escatima sus dones sino que nos los da sin medida porque nos ama, y por eso nos perdona sin límites.
Jesús no calculó el costo de morir en la cruz. Más bien Él ardía de deseos porque su destino se cumpliera . En el momento de la prueba en el huerto Él debe haber tenido delante de sus ojos todo lo que iba a sufrir y debe haber visto hasta qué punto su sufrimiento iba a ser en vano para muchos, cuántos lo rechazarían y se perderían. Él pudo haberse negado a sufrir en vano por tantas personas, pero persistió pese a todo en su propósito con tal de salvar a unos pocos.
Solo ese amor sin límites explica su Pasión. Ese amor se manifiesta en los clavos que traspasaron sus manos y sus pies, y en la lanza que se clavó en su costado. Fue por amor que Él soportó ser herido y traspasado. Es por amor también por lo que Él soporta las heridas que nosotros le infligimos cuando pecamos. Las infidelidades del cristiano son más crueles y más dolorosas que los clavos que horadaron sus manos y sus pies. Es su amor al que herimos cuando pecamos. Por eso debería espantarnos la posibilidad de pecar, porque pecando herimos al amor que se ha dado enteramente a nosotros (Ver Nota abajo).
El gozo
Para alegrarse el hombre necesita con frecuencia de estímulos artificiales, como el alcohol, o la música bulliciosa, los espectáculos y la gritería. Varios anuncios televisivos muestran la superficialidad de esa alegría, de ese «vacilarse», al que muchas veces, cuando el efecto del alcohol y de las drogas se esfuma, sigue la depresión.
Pero el verdadero gozo no es algarabía loca, ni puede confundirse con la alegría que siente el impío cuando hace el mal (Pr 2:14), sino es algo que no depende de lo que hacemos ni de las circunstancias exteriores. Es algo que brota de nuestro interior como consecuencia de nuestra comunión con Dios y que permanece aun frente a las dificultades y las circunstancias adversas.
Es un gozo que viene de reposar en Dios, de saberse amado por Él, así como de amar al prójimo. Es un gozo que Jesús da: «Estas cosas os he hablado para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido.» (Jn 15:11).
Es el gozo que viene a nuestra alma por hacer el bien, como, por ejemplo, por salvar las almas, o por predicar aunque nos cueste mucho hacerlo, o por ayudar al desvalido. Es un gozo que ni los insultos ni las adversidades ni los sufrimientos pueden apagar, sino que, al contrario, más bien estimulan. Pablo habla de ese gozo cuando dice: «Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.» (2Cor 12:10).
Es el gozo que sintieron los apóstoles Pedro y Juan cuando fueron azotados por orden del Sanedrín y salieron «gozosos de haber sido tenidos por dignos de haber sufrido afrenta por causa del Nombre» (Hch 5:41). Es el gozo que produce ser participante de los sufrimientos de Cristo (1Pe 4:13). Jesús exhorta a los suyos a tener ese gozo: «Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan y digan toda clase mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos porque vuestra recompensa es grande en los cielos.» (Mt 5:11-12)
Es el gozo, sobre todo, de vivir lleno del Espíritu Santo, que es el autor del gozo (Hch 13:52). El gozo del que Pablo exhorta a los creyentes estar llenos, pues Cristo vive en ellos: «Por lo demás, hermanos, gozaos en el Señor." "Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez os digo: Regocijaos» (Fil 3:1; 4:4).
Lo único que puede apagar ese gozo interno es el pecado, como lo experimentó el rey David, pecador penitente: «No quites de mí tu Santo Espíritu; devuélveme el gozo de tu salvación.» (Sal 1:11b-12a). El pecado alegra al pecador pero deprime al justo porque lo separa de Dios.
Los santos del Antiguo Testamento conocían muy bien ese gozarse en Dios, como lo muestran varios episodios de su historia. Quizá el más conocido o citado sea el que menciona el libro de Nehemías cuando el sacerdote Esdras y sus ayudantes leyeron las Escrituras ante la congregación reunida. Después de que hombres y mujeres hubieran llorado de emoción al volver a oír las Escrituras después de mucho tiempo, Nehemías les dijo: «Id, comed grosuras y bebed vino dulce y enviad porciones a los que no tienen nada preparado; porque día santo es a nuestro Señor; no os entristezcáis, porque el gozo del Señor es nuestra fuerza...Y el pueblo se fue a comer y a beber, y a obsequiar porciones y a gozar de gran alegría, porque habían entendido las palabras que les habían enseñado." (Nh 8:10-12). Escuchar la palabra de Dios produce gozo, como bien sabemos también por el Nuevo Testamento (Lc 2_10-11; 8:13; 1Ts 1:6).
Muchos salmos dan testimonio de ese gozo: «Me alegraré y me regocijaré en ti; cantaré a tu nombre, oh Altísimo.» (Sal 9:2). Y otro: «En tu presencia hay plenitud de gozo.» (Sal 16:11b).
La paz
La paz del mundo es ausencia de hostilidades y rivalidades; es una tregua entre dos potencias rivales, debajo del cual puede ocultarse una «guerra fría», como sabemos por la historia reciente. Es una paz engañosa en la que los enemigos no se atacan solo porque los paraliza el miedo mutuo, mientras se arman constantemente, según el dicho latino: «Si quieres la paz, ármate para la guerra». Así también es la paz mundana entre las personas: un arreglo temporal de conveniencia que puede ser turbado cuando se enfrentan los intereses y que es por ello violado constantemente.
En cambio, la paz que viene de Dios es una paz interna, una paz del corazón; un estado del alma que no depende de las circunstancias. Es una paz que permanece en medio de los hostigamientos y de la guerra que nos hace el enemigo. La paz de Dios que nos dejó Jesús (Jn 14:27), tan diferente a la del mundo, viene de haber sido reconciliados con Él por medio de su sangre, viene de tener paz con Dios al haber sido justificados por la fe, como dice Pablo en Romanos (5:1).
Si no estamos en paz con Dios es imposible tener esa paz. Pero si lo estamos, tendremos esa paz que viene de Él que sobrepasa todo entendimiento, porque no obedece a ninguna lógica humana, y que poseemos cuando ponemos nuestras necesidades y afanes en sus manos: (Fil 4:67).
Es una paz que procede de la seguridad de que Jesús está con nosotros (Mt 28:20). Es la paz que nada altera cuando estamos firmemente anclados en Dios; cuando Él gobierna nuestros corazones y estamos llenos de amor y gozo (Col 3:14-15). Es la paz de la conciencia sin reproche que nos permite dormir sin temor cuando nos acostamos sabiendo que Él guarda a los suyos (Sal 4:8).
Pero es también una paz que influye en nuestro entorno y en nuestras relaciones humanas, como dice Proverbios: «Cuando los caminos del hombre son agradables al Señor, aun a sus enemigos hace estar en paz con él» (16;7).
Es la paz de los pacificadores a los que Jesús llama bienaventurados porque serán llamados hijos de Dios (Mt 5:9).
Nota del autor:
El griego antiguo tenía cuatro palabras para expresar el amor. Storgé es el amor de los padres por sus hijos, o el que une a los esposos, o la simpatía entre amigos. No figura como sustantivo ni como verbo en el Nuevo Testamento, solo en palabras compuestas: filóstorgos (amor ferviente, Ro 12.10) y astorgos (carente de amor natural, Ro 1.31; 1 Ti 3.3). Eros es el amor de los sexos opuestos, la pasión y el deseo de poseer. Tampoco figura en el NT. El específico significado cristiano de la palabra ágape es algo propio del Nuevo Testamento. El sustantivo ágape no figura en la literatura clásica griega y aparece por primera vez en la Septuaginta (LXX) como traducción del hebreo ajaba, aunque el verbo agapao (dar gran valor, tener en gran estima, amar) sí es usado en el griego clásico desde Homero. Filia (sustantivo) y fileo (verbo) constituyen las palabras más usadas para expresar el amor en general y el afecto, no sólo entre las personas sino también el amor a las cosas (1 Ti 6.10).
Fuente:
El Fruto del Espíritu
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Lo primordial que obra el Espíritu en nosotros no es lo que hacemos sino lo que somos. El Espíritu imprime el carácter de Cristo en nuestra alma y ese carácter se revelará al exterior. El siguiente artículo trata los tres primeros frutos del Espíritu citados en el capítulo 5 de Gálatas. ¿Están estos reflejados en su diario vivir?
En el capítulo cinco de la epístola a los Gálatas, a partir del versículo 16, Pablo contrapone el andar en la carne con el andar en el Espíritu, las obras de la carne con el fruto del Espíritu. Dice que ambos son como mundos y maneras de obrar no solo distintas sino opuestas, que combaten y se excluyen entre sí (v. 17). El creyente tiene que tomar una decisión: satisfacer los deseos de la carne que han sido moderados, es cierto, pero que todavía están vivos en el viejo hombre , o vivir y caminar en el Espíritu.
Pablo enumera las obras de la carne aunque la lista no sea completa contiene lo principal, vv. 19 al 21 y luego habla de la múltiple manifestación del fruto del Espíritu vv. 22 y 23. No escribe «las obras del Espíritu», sino «el fruto», es decir, las cualidades del carácter de Cristo que el Espíritu produce en nosotros.
Lo primordial que obra el Espíritu en nosotros no es lo que hacemos sino lo que somos. Pero nuestros actos son reflejo de nuestro interior. El Espíritu imprime, por así decirlo, el carácter de Cristo en nuestra alma y ese carácter se revelará al exterior en nuestros actos, palabras, y tratos hacia la gente.
El apóstol Juan lo expresa de otra manera: «El que dice que permanece en Él debe andar como el anduvo» (1 Jn 2:6). Jesús dijo: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí (es decir, unido al tronco de la vid) y yo en él, éste lleva mucho fruto.» (Jn 15:4)
El fruto del Espíritu empieza a brotar en nosotros cuando nos convertimos. Pero brota por sí solo hasta cierto punto. Debe ser cultivado, abonado, mediante nuestra comunión con Cristo, mediante la cual la savia de su vida pasa del tronco al sarmiento. Así como el sarmiento da fruto en la medida en que fluya la savia, de manera semejante nosotros manifestamos los rasgos del carácter de Jesús cuando su vida fluye en nuestro espíritu. Pero nuestro sarmiento deberá también ser podado, limpiado por el divino Jardinero, para que dé más fruto (Jn 15:2).
Las cualidades del carácter de Cristo, su amor, su bondad, su paz, etc., son la luz que Jesús dijo debía brillar delante de los hombres para que, viendo nuestras buenas obras, glorifiquen a su Padre que está en los cielos (Mt 5:16). El fruto del Espíritu no consiste en obras, pero se manifiesta en obras que dan gloria a Dios.
El fruto del Espíritu es como un prisma que descompone la luz que lo atraviesa no en siete (como en el prisma de vidrio) sino en nueve colores distintos que, sumados, hacen un blanco purísimo. Aquí vemos cómo un fenómeno físico es figura de un fenómeno espiritual: la blancura de la pureza del alma unida a Cristo que resulta de la suma de las cualidades de su personalidad humana. Veamos pues cuáles son esos colores de la luz de Cristo.
El amor
La naturaleza está llena de amor, el cual se manifiesta en miles de formas. En la unión del polen con el óvulo de la planta receptora en el cáliz de la flor; en la atracción recíproca de los animales; en el amor de los animales domésticos por el hombre; en la simpatía que une a los amigos; en la atracción física de los sexos, etc.
Pero el amor como fruto no es el amor apasionado de los enamorados o de los amantes, sino es un amor diferente que Dios derrama en nuestros corazones cuando nos da el Espíritu Santo (Ro 5:5). Es un amor que el mundo no conoce. Es la clase de amor que Él tiene por nosotros que «de tal manera amó al mundo que dio a su Hijo...» (Jn 3:16). Es el amor que constituye la esencia de su ser (1Jn 4.8).
La característica principal de este amor es el darse. Por tanto es un amor desinteresado que no espera recibir nada a cambio. Si amamos a Dios nos damos a Él, le damos todo lo que tenemos, nuestro tiempo, fuerzas, dinero. Lo damos sin que nos cueste porque al que ama no le cuesta dar.
Es un amor que se manifiesta más en hechos que en palabras. Si alguno ve a su prójimo padeciendo necesidad y no siente el impulso de satisfacerla con sus bienes, ¿cómo podrá decir que el amor de Dios vive en él? El amor de Dios nos empuja a dar y si no, no es verdadero (1Jn 3:16-18).
Ese es un amor que trasciende el plano humano, con sus tres dimensiones (largo, ancho y alto) y que tiene una cuarta dimensión desconocida por la carne: la profundidad (Ef 3:18). La dimensión del amor de Dios es diferente por eso está más allá de la mente y de los afectos humanos. Si estamos llenos del amor de Dios, estamos llenos de su plenitud. Dios derrama su amor incluso en personas que no lo conocen o que no quieren rendirse a Él, así como hace brillar su sol sobre malos y buenos (Mt 5.45). Dios no es tacaño con su amor. Lo da y no exige nada a cambio. Cristo entregó su vida por nuestros pecados pero no nos exige que le amemos en recompensa. Ciertamente espera que el pecador se vuelva a Él, pero no murió por nosotros a condición de que todos le amáramos.
El amor de Dios en nosotros se comporta de manera semejante. Ama sin exigir pago. Ama porque necesita amar. El amor no puede dejar de amar, tal como el agua no puede dejar de mojar. El amor verdadero ama sin esperar ser correspondido. Dios por amor nos dio a su Hijo aun sabiendo que iba a ser rechazado.
Ese es el amor que canta Pablo en 1 Corintios 13, que todo lo sufre, que todo lo cree, todo lo soporta, que todo lo perdona. (1Cor 13:7). El amor de Dios es, por así decirlo, un amor necio, que no teme ser engañado; que ama a sabiendas de nuestra ingratitud.
Al hombre le es difícil amar de esa manera. Nadie puede amar así si Dios no ha derramado su amor en él. El amor humano es inevitablemente egoísta ya que ama pero exige ser amado. Si no pagan nuestro amor con amor, o con un gesto de gratitud, nuestro amor se resiente y hasta puede tornarse en odio.
El amor de Dios nunca se resiente cuando es rechazado o porque se le recompensa con ingratitud. Más bien se podría decir que ama más al que lo rechaza, precisamente por ese motivo, e irá a buscarlo como el Buen Pastor a la oveja perdida (Lc 15:46). Es como la luz del sol, cuyos rayos no se ensucian al alumbrar el barro o el estiércol. Permanecen siempre puros. ¿No hay madres que aman así a sus hijos? ¿Qué los aman pese a sus defectos? Es Dios quien ha derramado ese amor en sus corazones.
¿Cuántos podemos decir que nuestro amor permanece intacto pese al rechazo? Incluso el amor de los padres a veces se enfría si los hijos les son ingratos. Sólo el amor que Dios inspira permanece intacto. Ese es un amor que abarca a todos los hombres, no solo a los que nos aman, sino también a los que nos odian (Mt 5:43-45). Es un amor que renuncia incluso a ser amado con tal de poder seguir amando; es el amor que aceptaría ser condenado al infierno si fuera necesario, con tal de salvar a otros (Ro 9.3).
Ese es el amor que manifestó Cristo en la cruz al ofrendar su vida y afrontar el sufrimiento por el gozo de salvarnos (He 12:2). Es un amor que está por encima de la capacidad humana y que solo Dios puede dar; un amor que muere a sí mismo y que prefiere el bien ajeno al propio.
Uno de los síntomas más claros de que estamos llenos de este amor es que no nos entristezcamos porque los méritos y cualidades de otro nos opacan, al contrario, nos alegremos en los méritos y éxitos de otro a quien Dios levanta. Ese es un amor que prefiere ser insultado a insultar; que no envidia sino se goza en la felicidad del otro; que no se jacta sino que destaca los méritos ajenos; que no se irrita ni guarda rencor sino perdona. Es el amor que sufre de buena gana aun por los que lo odian (1Cor 13:46).
Es un amor que hace la vida diferente. Es el amor que se manifiesta en la fidelidad de los esposos más allá de sus cuerpos, y en la amistad de los que son verdaderos amigos; en la caridad que sacrifica la propia comodidad o el propio dinero por ayudar al prójimo (Lc 10:25-37).
La enfermera que ama a sus enfermos goza cuidándolos aunque se fatigue. Si no los ama su trabajo será para ella una carga pesada. Si los ama le será fácil. Cuando existe ese amor en el seno de una familia, sus miembros gozan de una felicidad que el dinero no puede comprar.
En la medida en que nosotros experimentemos el amor de Dios podremos darlo al prójimo. Todo lo que experimentamos lo aprendemos y podemos reproducirlo. Por eso la forma cómo nosotros tratamos al prójimo es un reflejo del grado en que hemos experimentado el amor de Dios.
Nosotros amamos tanto al prójimo cuanto nos sentimos amados por Dios. El que no siente que Dios lo ama difícilmente puede amar al prójimo. De ahí viene que alguna gente pueda ser tan fría con sus semejantes. No conocen el amor de Dios y, por tanto, no pueden darlo a otros.
Al que ama no le cuesta dar, no le cuesta regalar. Dios no escatimó el costo de entregarnos a su Hijo. ¿O estaría Él calculando si valía o no la pena dárnoslo? Dios no escatima sus dones sino que nos los da sin medida porque nos ama, y por eso nos perdona sin límites.
Jesús no calculó el costo de morir en la cruz. Más bien Él ardía de deseos porque su destino se cumpliera . En el momento de la prueba en el huerto Él debe haber tenido delante de sus ojos todo lo que iba a sufrir y debe haber visto hasta qué punto su sufrimiento iba a ser en vano para muchos, cuántos lo rechazarían y se perderían. Él pudo haberse negado a sufrir en vano por tantas personas, pero persistió pese a todo en su propósito con tal de salvar a unos pocos.
Solo ese amor sin límites explica su Pasión. Ese amor se manifiesta en los clavos que traspasaron sus manos y sus pies, y en la lanza que se clavó en su costado. Fue por amor que Él soportó ser herido y traspasado. Es por amor también por lo que Él soporta las heridas que nosotros le infligimos cuando pecamos. Las infidelidades del cristiano son más crueles y más dolorosas que los clavos que horadaron sus manos y sus pies. Es su amor al que herimos cuando pecamos. Por eso debería espantarnos la posibilidad de pecar, porque pecando herimos al amor que se ha dado enteramente a nosotros (Ver Nota abajo).
El gozo
Para alegrarse el hombre necesita con frecuencia de estímulos artificiales, como el alcohol, o la música bulliciosa, los espectáculos y la gritería. Varios anuncios televisivos muestran la superficialidad de esa alegría, de ese «vacilarse», al que muchas veces, cuando el efecto del alcohol y de las drogas se esfuma, sigue la depresión.
Pero el verdadero gozo no es algarabía loca, ni puede confundirse con la alegría que siente el impío cuando hace el mal (Pr 2:14), sino es algo que no depende de lo que hacemos ni de las circunstancias exteriores. Es algo que brota de nuestro interior como consecuencia de nuestra comunión con Dios y que permanece aun frente a las dificultades y las circunstancias adversas.
Es un gozo que viene de reposar en Dios, de saberse amado por Él, así como de amar al prójimo. Es un gozo que Jesús da: «Estas cosas os he hablado para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido.» (Jn 15:11).
Es el gozo que viene a nuestra alma por hacer el bien, como, por ejemplo, por salvar las almas, o por predicar aunque nos cueste mucho hacerlo, o por ayudar al desvalido. Es un gozo que ni los insultos ni las adversidades ni los sufrimientos pueden apagar, sino que, al contrario, más bien estimulan. Pablo habla de ese gozo cuando dice: «Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.» (2Cor 12:10).
Es el gozo que sintieron los apóstoles Pedro y Juan cuando fueron azotados por orden del Sanedrín y salieron «gozosos de haber sido tenidos por dignos de haber sufrido afrenta por causa del Nombre» (Hch 5:41). Es el gozo que produce ser participante de los sufrimientos de Cristo (1Pe 4:13). Jesús exhorta a los suyos a tener ese gozo: «Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan y digan toda clase mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos porque vuestra recompensa es grande en los cielos.» (Mt 5:11-12)
Es el gozo, sobre todo, de vivir lleno del Espíritu Santo, que es el autor del gozo (Hch 13:52). El gozo del que Pablo exhorta a los creyentes estar llenos, pues Cristo vive en ellos: «Por lo demás, hermanos, gozaos en el Señor." "Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez os digo: Regocijaos» (Fil 3:1; 4:4).
Lo único que puede apagar ese gozo interno es el pecado, como lo experimentó el rey David, pecador penitente: «No quites de mí tu Santo Espíritu; devuélveme el gozo de tu salvación.» (Sal 1:11b-12a). El pecado alegra al pecador pero deprime al justo porque lo separa de Dios.
Los santos del Antiguo Testamento conocían muy bien ese gozarse en Dios, como lo muestran varios episodios de su historia. Quizá el más conocido o citado sea el que menciona el libro de Nehemías cuando el sacerdote Esdras y sus ayudantes leyeron las Escrituras ante la congregación reunida. Después de que hombres y mujeres hubieran llorado de emoción al volver a oír las Escrituras después de mucho tiempo, Nehemías les dijo: «Id, comed grosuras y bebed vino dulce y enviad porciones a los que no tienen nada preparado; porque día santo es a nuestro Señor; no os entristezcáis, porque el gozo del Señor es nuestra fuerza...Y el pueblo se fue a comer y a beber, y a obsequiar porciones y a gozar de gran alegría, porque habían entendido las palabras que les habían enseñado." (Nh 8:10-12). Escuchar la palabra de Dios produce gozo, como bien sabemos también por el Nuevo Testamento (Lc 2_10-11; 8:13; 1Ts 1:6).
Muchos salmos dan testimonio de ese gozo: «Me alegraré y me regocijaré en ti; cantaré a tu nombre, oh Altísimo.» (Sal 9:2). Y otro: «En tu presencia hay plenitud de gozo.» (Sal 16:11b).
La paz
La paz del mundo es ausencia de hostilidades y rivalidades; es una tregua entre dos potencias rivales, debajo del cual puede ocultarse una «guerra fría», como sabemos por la historia reciente. Es una paz engañosa en la que los enemigos no se atacan solo porque los paraliza el miedo mutuo, mientras se arman constantemente, según el dicho latino: «Si quieres la paz, ármate para la guerra». Así también es la paz mundana entre las personas: un arreglo temporal de conveniencia que puede ser turbado cuando se enfrentan los intereses y que es por ello violado constantemente.
En cambio, la paz que viene de Dios es una paz interna, una paz del corazón; un estado del alma que no depende de las circunstancias. Es una paz que permanece en medio de los hostigamientos y de la guerra que nos hace el enemigo. La paz de Dios que nos dejó Jesús (Jn 14:27), tan diferente a la del mundo, viene de haber sido reconciliados con Él por medio de su sangre, viene de tener paz con Dios al haber sido justificados por la fe, como dice Pablo en Romanos (5:1).
Si no estamos en paz con Dios es imposible tener esa paz. Pero si lo estamos, tendremos esa paz que viene de Él que sobrepasa todo entendimiento, porque no obedece a ninguna lógica humana, y que poseemos cuando ponemos nuestras necesidades y afanes en sus manos: (Fil 4:67).
Es una paz que procede de la seguridad de que Jesús está con nosotros (Mt 28:20). Es la paz que nada altera cuando estamos firmemente anclados en Dios; cuando Él gobierna nuestros corazones y estamos llenos de amor y gozo (Col 3:14-15). Es la paz de la conciencia sin reproche que nos permite dormir sin temor cuando nos acostamos sabiendo que Él guarda a los suyos (Sal 4:8).
Pero es también una paz que influye en nuestro entorno y en nuestras relaciones humanas, como dice Proverbios: «Cuando los caminos del hombre son agradables al Señor, aun a sus enemigos hace estar en paz con él» (16;7).
Es la paz de los pacificadores a los que Jesús llama bienaventurados porque serán llamados hijos de Dios (Mt 5:9).
Nota del autor:
El griego antiguo tenía cuatro palabras para expresar el amor. Storgé es el amor de los padres por sus hijos, o el que une a los esposos, o la simpatía entre amigos. No figura como sustantivo ni como verbo en el Nuevo Testamento, solo en palabras compuestas: filóstorgos (amor ferviente, Ro 12.10) y astorgos (carente de amor natural, Ro 1.31; 1 Ti 3.3). Eros es el amor de los sexos opuestos, la pasión y el deseo de poseer. Tampoco figura en el NT. El específico significado cristiano de la palabra ágape es algo propio del Nuevo Testamento. El sustantivo ágape no figura en la literatura clásica griega y aparece por primera vez en la Septuaginta (LXX) como traducción del hebreo ajaba, aunque el verbo agapao (dar gran valor, tener en gran estima, amar) sí es usado en el griego clásico desde Homero. Filia (sustantivo) y fileo (verbo) constituyen las palabras más usadas para expresar el amor en general y el afecto, no sólo entre las personas sino también el amor a las cosas (1 Ti 6.10).
Fuente:
El Fruto del Espíritu
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