EL GOBIERNO DE DIOS II
Vivir el Reino de Dios
Por Christopher Shaw
Dios nos invita, en Cristo, a recuperar nuestra vocación de ejercer dominio sobre la tierra.
Para entender mejor la vida a la que hemos sido llamados necesitamos comprender el concepto de reino. La verdad es que cada uno de nosotros posee un «reino», ese espacio donde nuestras decisiones afectan lo que ocurre alrededor de nosotros. En algunos casos este «reino» será diminuto, pues influenciará solamente la vida de la familia y parientes; mientras que en otros la esfera afectada por las decisiones personales se extenderá a la vida de naciones enteras. Sin relacionarlo al tamaño de estos dominios, nuestro «reino» es aquella parte de nuestra vida que está sujeta a nuestra propia voluntad.
Es importante entender este concepto porque el diseño original de Dios para el hombre fue, precisamente, que ejerciera «dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados, sobre toda la tierra, y sobre todo reptil que se arrastra sobre la tierra» (Gn 1.26). Este dominio, claro está, debía practicarse dentro de los parámetros establecidos en el mismo momento en que el Señor le dio existencia. No obstante, un rasgo distintivo de nuestra identidad como seres humanos, es nuestra vocación de reinar.
La sociología hoy identifica esta necesidad de tener «voz y voto», en el rumbo que toma nuestra existencia, como una de las características esenciales para una vida sana. Las personas que han perdido por completo su capacidad de decidir sobre su propio destino dejan de ser personas, en el sentido más profundo de la palabra.
Esta capacidad de reinar, se entiende, ha sido dramáticamente afectada por el pecado, de manera que muchas veces termina siendo un sistema para convertir todo lo que está alrededor de nosotros en algo que sirve solamente a nuestros propios intereses. Cuando escogemos, sin embargo, someter nuestro «reinado» al señorío de nuestro Creador, la capacidad de reinar para bien se recupera y nos volvemos a alinear con nuestro llamado original.
El reino de Dios
El reino de Dios es aquel espacio donde se hace lo que él desea. La persona de Dios y sus acciones son el eje central de este Reino, y todo lo que se sujeta a los principios con los que reina, ya sea por creación o por elección, pasa a estar dentro de su Reino. Por ser Dios un ser eterno, el salmista declara, confiado: «Tu reino es reino por todos los siglos, y tu dominio permanece por todas las generaciones» (145.13). Del mismo modo el autor de Hebreos afirma que el reino «es inconmovible» (12.27). Su reino nunca peligra, ni tampoco se somete a los caprichos de los seres humanos.
Es importante entender este concepto por dos razones: En primer lugar, las personas no pueden producir el Reino, ni establecerlo. Tampoco pueden impedir su progreso. Solamente pueden aceptar la invitación a vivir dentro del Reino. En segundo lugar, contrario a una idea popularizada en la Iglesia, el Reino no es principalmente algo que existe «en los corazones» de quienes se han sometido al Señor. El reino de Dios es una realidad que afecta hasta los rincones más recónditos del universo, los cuales pueden incluir las esferas del mundo interior de cada ser humano, pero de ninguna manera se limita a este espacio.
Cristo no anuncia la llegada del Reino, el cual ha existido desde la eternidad, sino una nueva forma de acceder al Reino, por medio del camino que ofrece su propia vida. Cuando nos enseña que oremos para que «venga» el Reino, no está indicando que aún debe llegar, sino, más bien, que los hijos de Dios deseen que la esfera de influencia del Altísimo sobre el destino de los hombres sea cada vez más extensa.
El reino de Cristo
La vida de Jesús es la que ilustra la manera que debemos reinar, la cual debe estar unida al reino del Padre. Una y otra vez el Señor contó historias acerca de la realidad en el reino de Dios, y su audiencia, mayormente judía, las entendían perfectamente dentro del contexto histórico de la nación. No dudaban de que Cristo servía al pueblo con el Padre, y que el Padre se movía con Cristo. Señaló que «las obras que el Padre me ha dado para llevar a cabo, las mismas obras que yo hago, dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado» (Jn 5.36). De igual manera afirmó que «las palabras que yo os digo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí es el que hace las obras» (Jn 14.10).Todas las esferas de la vida quedan afectadas por esta decisión y, efectivamente, el reino de Dios comienza a extenderse hacia todo lo que forma parte de nuestra existencia cotidiana. Cuando anunció que el reino de Dios se había acercado, Jesús daba a entender lo que él podía hacer por las personas de la mano del Padre. Dios actuaba por medio de él. En su vida y ministerio se veía la confirmación de que reinaba por medio del reino del Padre. Esta es la razón por la que las personas, al finalizar el Sermón del Monte, «se admiraban de su enseñanza; porque les enseñaba como uno que tiene autoridad, y no como sus escribas» (Mt 7.28–29). Al sujetar su reino al del Padre, el impacto de todo lo que llevaba a cabo se multiplicaba en gran manera.
Reinar juntos
Cristo invita a aquellos que entran al Reino a que ejerzan el mismo reinado de él, en sujeción absoluta al Padre. Cuando los principios del Reino se manifiestan plenamente en la vida de los que deciden seguirlo, los espacios donde los discípulos del Señor desarrollan sus actividades cotidianas también son permeados e impactados por el reino de Dios.
La exhortación a «primeramente buscar el reino de Dios» (Mt 6.33) se alinea con la prioridad que impuso en el gran mandamiento: Amar a Dios siempre precede a amar al prójimo, porque no existe un sano ejercicio del «reino» personal hasta que nuestra capacidad de reinar haya sido sujetada e integrada al señorío de Dios.
En Cristo vemos el alcance del impacto de una vida que está completa y absolutamente entregada a hacer la voluntad del Padre. Es por esto que Jesús afirma que el Reino se ha instalado, en plenitud, en medio de los hombres.
No se refiere a un lugar geográfico, ni a una cultura, ni tampoco a un sistema político, sino al estilo de vida que resulta cuando los seres humanos deciden alinear sus voluntades con la voluntad de Dios. Todas las esferas de la vida quedan afectadas por esta decisión y, efectivamente, el reino de Dios comienza a extenderse hacia todo lo que forma parte de nuestra existencia cotidiana.
Aquellas personas a las que el Reino de Dios ha transformado, se convierten en «co-regentes» con el Señor. Es decir, reinan con él porque sujetan todas las esferas de su vida a los mismos principios que han incorporado a su propia existencia. De esta manera, la forma en que visten, administran su dinero, se relacionan con sus vecinos, parientes y amigos, cómo invierten su tiempo libre o la forma en que llevan adelante sus responsabilidades laborales las moldean los principios del Reino. En efecto, el Reino se extiende a cada uno de estos espacios donde el ejercicio de la voluntad del individuo altera el rumbo de la vida.
Ante este panorama resulta fácil visualizar cómo el reino de Dios puede lentamente cambiar el rumbo de una nación. Si la forma en que usamos nuestro dinero, por ejemplo, la hemos sujetado a nuestra voluntad, y esa voluntad, al Señor, entonces mi relación con los comercios, y quienes los manejan, también quedará afectada. Si multiplicáramos este efecto por millones de vidas que han aceptado la invitación a vivir bajo el reino de Dios, la misma economía de una nación sufriría una transformación arrolladora. De esta manera, entonces, el Reino se establece por un proceso misterioso que no tiene por protagonista a ningún ser humano, sino que es la multiplicación de las consecuencias de volver a vivir bajo el reino de Dios.
Vivir el Reino de Dios
Por Christopher Shaw
Dios nos invita, en Cristo, a recuperar nuestra vocación de ejercer dominio sobre la tierra.
Para entender mejor la vida a la que hemos sido llamados necesitamos comprender el concepto de reino. La verdad es que cada uno de nosotros posee un «reino», ese espacio donde nuestras decisiones afectan lo que ocurre alrededor de nosotros. En algunos casos este «reino» será diminuto, pues influenciará solamente la vida de la familia y parientes; mientras que en otros la esfera afectada por las decisiones personales se extenderá a la vida de naciones enteras. Sin relacionarlo al tamaño de estos dominios, nuestro «reino» es aquella parte de nuestra vida que está sujeta a nuestra propia voluntad.
Es importante entender este concepto porque el diseño original de Dios para el hombre fue, precisamente, que ejerciera «dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados, sobre toda la tierra, y sobre todo reptil que se arrastra sobre la tierra» (Gn 1.26). Este dominio, claro está, debía practicarse dentro de los parámetros establecidos en el mismo momento en que el Señor le dio existencia. No obstante, un rasgo distintivo de nuestra identidad como seres humanos, es nuestra vocación de reinar.
La sociología hoy identifica esta necesidad de tener «voz y voto», en el rumbo que toma nuestra existencia, como una de las características esenciales para una vida sana. Las personas que han perdido por completo su capacidad de decidir sobre su propio destino dejan de ser personas, en el sentido más profundo de la palabra.
Esta capacidad de reinar, se entiende, ha sido dramáticamente afectada por el pecado, de manera que muchas veces termina siendo un sistema para convertir todo lo que está alrededor de nosotros en algo que sirve solamente a nuestros propios intereses. Cuando escogemos, sin embargo, someter nuestro «reinado» al señorío de nuestro Creador, la capacidad de reinar para bien se recupera y nos volvemos a alinear con nuestro llamado original.
El reino de Dios
El reino de Dios es aquel espacio donde se hace lo que él desea. La persona de Dios y sus acciones son el eje central de este Reino, y todo lo que se sujeta a los principios con los que reina, ya sea por creación o por elección, pasa a estar dentro de su Reino. Por ser Dios un ser eterno, el salmista declara, confiado: «Tu reino es reino por todos los siglos, y tu dominio permanece por todas las generaciones» (145.13). Del mismo modo el autor de Hebreos afirma que el reino «es inconmovible» (12.27). Su reino nunca peligra, ni tampoco se somete a los caprichos de los seres humanos.
Es importante entender este concepto por dos razones: En primer lugar, las personas no pueden producir el Reino, ni establecerlo. Tampoco pueden impedir su progreso. Solamente pueden aceptar la invitación a vivir dentro del Reino. En segundo lugar, contrario a una idea popularizada en la Iglesia, el Reino no es principalmente algo que existe «en los corazones» de quienes se han sometido al Señor. El reino de Dios es una realidad que afecta hasta los rincones más recónditos del universo, los cuales pueden incluir las esferas del mundo interior de cada ser humano, pero de ninguna manera se limita a este espacio.
Cristo no anuncia la llegada del Reino, el cual ha existido desde la eternidad, sino una nueva forma de acceder al Reino, por medio del camino que ofrece su propia vida. Cuando nos enseña que oremos para que «venga» el Reino, no está indicando que aún debe llegar, sino, más bien, que los hijos de Dios deseen que la esfera de influencia del Altísimo sobre el destino de los hombres sea cada vez más extensa.
El reino de Cristo
La vida de Jesús es la que ilustra la manera que debemos reinar, la cual debe estar unida al reino del Padre. Una y otra vez el Señor contó historias acerca de la realidad en el reino de Dios, y su audiencia, mayormente judía, las entendían perfectamente dentro del contexto histórico de la nación. No dudaban de que Cristo servía al pueblo con el Padre, y que el Padre se movía con Cristo. Señaló que «las obras que el Padre me ha dado para llevar a cabo, las mismas obras que yo hago, dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado» (Jn 5.36). De igual manera afirmó que «las palabras que yo os digo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí es el que hace las obras» (Jn 14.10).Todas las esferas de la vida quedan afectadas por esta decisión y, efectivamente, el reino de Dios comienza a extenderse hacia todo lo que forma parte de nuestra existencia cotidiana. Cuando anunció que el reino de Dios se había acercado, Jesús daba a entender lo que él podía hacer por las personas de la mano del Padre. Dios actuaba por medio de él. En su vida y ministerio se veía la confirmación de que reinaba por medio del reino del Padre. Esta es la razón por la que las personas, al finalizar el Sermón del Monte, «se admiraban de su enseñanza; porque les enseñaba como uno que tiene autoridad, y no como sus escribas» (Mt 7.28–29). Al sujetar su reino al del Padre, el impacto de todo lo que llevaba a cabo se multiplicaba en gran manera.
Reinar juntos
Cristo invita a aquellos que entran al Reino a que ejerzan el mismo reinado de él, en sujeción absoluta al Padre. Cuando los principios del Reino se manifiestan plenamente en la vida de los que deciden seguirlo, los espacios donde los discípulos del Señor desarrollan sus actividades cotidianas también son permeados e impactados por el reino de Dios.
La exhortación a «primeramente buscar el reino de Dios» (Mt 6.33) se alinea con la prioridad que impuso en el gran mandamiento: Amar a Dios siempre precede a amar al prójimo, porque no existe un sano ejercicio del «reino» personal hasta que nuestra capacidad de reinar haya sido sujetada e integrada al señorío de Dios.
En Cristo vemos el alcance del impacto de una vida que está completa y absolutamente entregada a hacer la voluntad del Padre. Es por esto que Jesús afirma que el Reino se ha instalado, en plenitud, en medio de los hombres.
No se refiere a un lugar geográfico, ni a una cultura, ni tampoco a un sistema político, sino al estilo de vida que resulta cuando los seres humanos deciden alinear sus voluntades con la voluntad de Dios. Todas las esferas de la vida quedan afectadas por esta decisión y, efectivamente, el reino de Dios comienza a extenderse hacia todo lo que forma parte de nuestra existencia cotidiana.
Aquellas personas a las que el Reino de Dios ha transformado, se convierten en «co-regentes» con el Señor. Es decir, reinan con él porque sujetan todas las esferas de su vida a los mismos principios que han incorporado a su propia existencia. De esta manera, la forma en que visten, administran su dinero, se relacionan con sus vecinos, parientes y amigos, cómo invierten su tiempo libre o la forma en que llevan adelante sus responsabilidades laborales las moldean los principios del Reino. En efecto, el Reino se extiende a cada uno de estos espacios donde el ejercicio de la voluntad del individuo altera el rumbo de la vida.
Ante este panorama resulta fácil visualizar cómo el reino de Dios puede lentamente cambiar el rumbo de una nación. Si la forma en que usamos nuestro dinero, por ejemplo, la hemos sujetado a nuestra voluntad, y esa voluntad, al Señor, entonces mi relación con los comercios, y quienes los manejan, también quedará afectada. Si multiplicáramos este efecto por millones de vidas que han aceptado la invitación a vivir bajo el reino de Dios, la misma economía de una nación sufriría una transformación arrolladora. De esta manera, entonces, el Reino se establece por un proceso misterioso que no tiene por protagonista a ningún ser humano, sino que es la multiplicación de las consecuencias de volver a vivir bajo el reino de Dios.
Fuente:
Este artículo se adaptó del libro "The Divine Conspiracy", de Dallas Willard, Harper San Francisco, 1998. ©Apuntes Digital, Volumen II - Número 5. Usado con permiso.
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