¡CONFÍA MÁS, PREOCÚPATE MENOS! Parte I
Por Max Lucado
Traducido por Dr. Daniel Guerrero
Es como un viaje interminable en una montaña rusa fuera de control... usted es un pasajero permanente... atado, al cinturón de seguridad, encadenado a su asiento. El vehículo amenazante te oprime en las esquinas abruptas. Y te impulsa hasta cumbres imposibles. Te impulsa, estrellándose en valles increíbles. Es... la ansiedad. Estás atrapado. Cuanto más te preocupas, más impotente te sientes. Dios sabía que la ansiedad te puede hacer esto. Es por eso que Él dijo no te preocupes... ven a mí y descansa... en otras palabras, confía en mí. Es la única manera de pisar el freno y llevar la ansiedad a su fin.
NUESTRA DEBILIDAD, EL PODER DE DIOS
El reino de los cielos. Sus ciudadanos están borrachos de obras maravillosas. Consideremos el caso de Sarai (Gén 16-18, 21). Ella está en sus años dorados, pero Dios le promete un hijo. Ella se emociona. Visita la tienda de maternidad y compra algunos vestidos. Planea su ducha y remodela su tienda de campaña... pero no hay ningún hijo. Ella se come unos cuantos pasteles de cumpleaños y sopla un montón de velas... y todavía no hay ningún hijo. Ella pasa por una década de calendarios de pared... y todavía, ningún hijo.
Entonces Sarai decide tomar el asunto en sus propias manos. (Pensó: -"tal vez Dios necesita que me haga cargo de esto").
Ella convence a Abram que el tiempo se está acabando. (Le dice: -"Acéptalo, Abe, tú tampoco te estás rejuveneciendo"). Ella ordena a su criada, Agar, para ir a la tienda de Abram y ver si necesita "algo"... ("Y quiero decir ¡cualquier cosa!"). Hagar va como una sierva. Y sale como una mamá. Y empiezan los problemas...
Agar es arrogante. Sarai es celosa. Abram está mareado por el dilema. Y Dios llama al niño un "asno salvaje", un nombre apropiado para uno que nació de la terquedad y que está destinado a "patear" su camino dentro de la historia.
No es la acogedora familia que Sarai esperaba. Y no será un tema que Abram y Sarai conversarán muy a menudo en la cena...
Por último, catorce años después, cuando Abram está llegando a un siglo y Sarai a noventa años... Cuando Abram ha dejado de escuchar los consejos de Sarai, y Sarai ha dejado de darlos... cuando el fondo de pantalla en la maternidad cesó y los muebles del bebé están vencidos ya por varias temporadas... cuando el tema del hijo prometido trae suspiros y lágrimas y miradas largas en un cielo silencioso... entonces Dios les hace una visita y les dice que será bueno que seleccionen un nombre para su nuevo hijo.
Abram y Sarai tienen la misma respuesta: se ríen. Se ríen, en parte, porque es demasiado bueno que suceda; y en parte, debido a que podría suceder. Se ríen porque han perdido la esperanza, y la esperanza renace siempre divertida antes de que sea real.
Se ríen de la locura de todo esto.
Abram mira a Sarai -sin dientes y roncando en su mecedora, con la cabeza hacia atrás y la boca bien abierta, tan fructífera como una ciruela pasa sin hueso y también arrugada. Y se ríe a carcajadas. Él intenta contenerlo, pero no puede. Él siempre ha sido un tonto para una buena broma.
Sarai está tan sorprendida. Cuando oye la noticia, se le escapa una carcajada antes de que la pueda contener. Ella murmura algo de lo que su marido necesitaría urgentemente, y luego se vuelve a reír.
Se ríen porque eso es lo que haces cuando alguien dice que él puede hacer lo imposible. Se ríen un poco de Dios, y mucho con Dios, porque Dios también se está riendo. Luego, con la sonrisa aún en Su rostro, Él se pone ocupado haciendo lo que mejor sabe hacer: -lo increíble.
Él cambia algunas cosas, empezando por sus nombres. Abram, el padre de uno, ahora se llamará Abraham, el padre de una multitud. Sarai, la estéril, ahora será Sarah, la madre.
Sin embargo, sus nombres no son las únicas cosas que Dios cambia. Él cambia su opinión. Él cambia su fe. Él cambia el número de deducciones de impuestos. Cambia la forma de definir la palabra imposible.
Pero, sobre todo, cambia la actitud de Sara acerca de confiar en Dios. Si ella hubiera escuchado la declaración de Jesús de "ser pobres en espíritu", hubiera dado su testimonio diciendo: "Tiene razón. Cuando yo hago las cosas a mi manera, lo que obtengo es un dolor de cabeza. Cuando dejo que Dios se haga cargo de todo, ¡tengo un hijo! Tú trata de entenderlo. Pero todo lo que yo sé es que, soy la primera dama en la ciudad que paga un pediatra con un cheque del Seguro Social".
Dos mil años más tarde, he aquí otro testimonio (Lucas 5):
"Lo último que yo quería hacer era pescar Pero eso fue exactamente lo que Jesús quería hacer. Me había pasado toda la noche pescando. Mis brazos me dolían. Los ojos me ardían. Mi cuello estaba dolorido. Lo único que quería hacer era volver a casa y dejar que mi esposa frotara los nudos de mi espalda.
Ha sido una larga noche. No sé cuántas veces había lanzado esa red en la oscuridad y oírla golpear contra el mar. No sé cuántas veces había sostenido la cuerda mientras la red se hundía en el agua. Toda la noche había estado esperando ese bulto, ese tirón, ese idiota que nos guiara a hacer la captura... pero nunca, nunca llegó. Así, al amanecer, yo estaba listo para irme a casa.
Justo cuando estaba a punto de irme a la playa, me di cuenta de una multitud que venía hacia mí. Ellos estaban siguiendo a un tipo larguirucho que caminaba con una marcha amplia y a un paso rápido. Él me vio y me llamó por mi nombre. -¡Buenos días, Jesús! -Yo le repliqué. A pesar de que estaba como a cien metros de distancia, pude ver su blanca sonrisa. -'Toda una multitud, ¿eh?' -Gritó, señalando a la masa detrás de Él. Yo asentí con la cabeza y me senté a mirar.
Se detuvo cerca de la orilla de la playa y empezó a hablar. Aunque yo no podía oír mucho, sí pude ver mucho. Pude ver que más y más gente llegaba. Con toda la presión y los empujones, era una sorpresa que Jesús no era empujado hacia dentro del agua. Ya estaba hasta las rodillas cuando Él me miró.
No tuve que pensarlo dos veces. Se subió a mi barco, y Juan y yo también subimos. Avanzamos un poco. Me recosté contra la proa, y Jesús se puso a enseñar.
Parecía que la mitad de Israel estaba en la playa. Los hombres habían salido de sus trabajos y las mujeres de sus tareas domésticas. Incluso pude reconocer a algunos sacerdotes. ¡Cómo todos escuchaban! Apenas se movían, pero sus ojos bailaban como si fueran de alguna manera a ver lo que podrían ser.
Cuando Jesús terminó, se volvió hacia mí. Me levanté y cuando había empezado a anclar, me dijo: '¡Pedro empuja hacia lo profundo. Vamos a pescar!"
"Gemí. Miré a Juan. Estábamos pensando lo mismo. Mientras Él quisiera utilizar el barco como una plataforma, todo estaba bien. Pero usarlo como un barco de pesca, ese era nuestro territorio. Pensé decirle a este carpintero-maestro, "Si te quedas en la predicación, yo me quedo con la pesca". Pero yo era más cortés, así que le dije: -"Hemos trabajado toda la noche. Y no hemos pescado nada".
Él sólo me miró. Miré a Juan. Y Juan estaba esperando por mi señal...
Me gustaría poder decir que lo hice por amor. Me gustaría poder decir que lo hice por devoción. Pero no puedo. Todo lo que puedo decir es que hay un tiempo para preguntas y un tiempo para escuchar. Así que, como un gruñido así como una oración, nos dirigimos hacia allá fuera, hacia lo profundo...
Con cada golpe de remo, murmuré. Con cada tirón de la pala, refunfuñé. Y me decía a mi mismo una y otra vez: -"¡No puede ser. No puede ser. Esto es imposible!". Yo no sé muchas cosas, pero sé de pesca. ¡Y todo lo que vamos a hacer es regresar con unas redes mojadas!
El ruido en la playa se volvió distante, y pronto el único sonido era el golpe de las olas contra el casco de la barca. Finalmente echamos el ancla. Cogí la red gruesa y lo sostuve hasta la cintura, y comencé a tirarla. Fue entonces cuando alcance a ver a Jesús con el rabillo de mi ojo. Su expresión me detuvo en medio de la acción.
Estaba apoyado sobre el borde de la embarcación, mirando hacia el agua donde estaba a punto de tirar la red. Y conseguí esto, Él estaba sonriendo. Una sonrisa de niño empujado por las mejillas altas que volvió sus ojos redondos en medias lunas; el tipo de sonrisa que se ve cuando un niño da un regalo a un amigo y observa cómo lo desenvuelve.
Se dio cuenta que lo miraba, y Él trató de ocultar su sonrisa, pero ésta persistió. La empujó hasta las comisuras de la boca hasta que un destello de dientes aparecieron. Me había dado un regalo y apenas podía contenerme para abrirlo.
-"Amigo, esto va a ser frustrante", pensé mientras lanzaba la red. Voló alto, esparciéndose sobre el cielo azul y flotando hacia abajo hasta que se dejó caer totalmente sobre la superficie, y luego se hundió. Me envolví la cuerda una vez alrededor de la mano y me eché hacia atrás para la larga espera...
Pero en esta oportunidad no había que esperar. La cuerda floja de repente se tensó y me trató de tirar por la borda. Puse mis pies contra el costado del barco y grité pidiendo ayuda. Juan y Jesús se levantaron justo a mi lado.
Teníamos la red cerca de que comenzara a romperse. Yo nunca había visto tal captura. Era como dejar caer un saco de piedras en el barco. Comenzamos a hundirnos en el agua. Así que Juan le gritó a los de la otra barca para que nos ayudaran.
Fue toda una escena: cuatro pescadores, en dos barcos, con pescado hasta las rodillas, y un carpintero sentado en la proa, disfrutando del pandemónium.
Fue entonces cuando me di cuenta de quién era. Y fue entonces cuando me di cuenta de quién era yo: ¡yo fui el que le dijo a Dios lo que Él no podía hacer!
Inmediatamente le dije: -"¡Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador". No había nada más que yo pudiera decir.
No sé qué vio en mí, pero Él no se fue. Tal vez pensó que si yo iba a dejar que me dijera cómo pescar, también me gustaría que me dijera cómo vivir.
Esa sería una escena que se vería muchas veces en los próximos dos años, en los cementerios con los muertos, en las laderas con el hambriento, en las tormentas con el miedo, en las carreteras con los enfermos. Los personajes podían cambiar, pero el tema no lo haría. Cuando decíamos: ''De ninguna manera", Él decía: "A mi manera'. Entonces los que dudaban luchaban con sus fuerzas para salvar la bendición. Mientras que Aquel que la daba libremente saboreaba la sorpresa cuando estos sencillamente la recibían.
"Mi poder se muestra mejor en los débiles" (2Cor. 12:9).
Dios dijo estas palabras. Pablo las escribió. Dios dijo que Él estaba buscando vasijas vacías más que músculos fuertes. Pablo lo demostró.
Antes que se encontrara con Cristo, Pablo había sido una especie de héroe entre los fariseos. Se podría decir que él era su Wyatt Earp [nota del traductor: héroe policial del oeste norteamericano]. Él guardó la ley y el orden -o, mejor dicho, veneraba la Ley- y daba las órdenes. Buenas madres judías lo presentaban como el ejemplo de un buen muchacho judío. Se le daba el puesto de honor en el almuerzo de los miércoles del "Club de Leones" de Jerusalén. Tenía en su escritorio un pisapapeles de "Quién es quién en el judaísmo"; y fue seleccionado como "El más prometedor" en su promoción. Y él rápidamente se estableció como el posible heredero de su maestro, Gamaliel.
Si hay tal cosa como una fortuna religiosa, Pablo la tenía. Él era un millonario espiritual, nacido con un pie en el cielo, y él lo sabía:
"Si alguien pudiera confiar en sus propios esfuerzos, ése sería yo. De hecho, si otros tienen razones para confiar en sus propios esfuerzos, ¡yo las tengo aún más!
Fui circuncidado cuando tenía ocho días de vida. Soy un ciudadano de Israel de pura cepa y miembro de la tribu de Benjamín, ¡un verdadero hebreo como no ha habido otro! Fui miembro de los fariseos, quienes exigen la obediencia más estricta a la ley judía. Era tan fanático que perseguía con crueldad a la iglesia, y en cuanto a la justicia, obedecía la ley al pie de la letra" (Fil. 3:4-6 NTV).
Sangre azul y ojos desorbitados, este joven fanático estaba empeñado en mantener el reino puro, y eso significaba mantener fuera a los cristianos. Marchó por el campo como un general que exigía que los judíos apóstatas saludaran a la bandera de la patria o besaran a su familia y esperaran solo un adiós.
Sin embargo, todo esto llegó a su fin, a la orilla de una camino. Equipado con citaciones, esposas, y una pandilla que lo acompañaba, Pablo estaba en su camino de hacer un poco de "evangelismo personal" en Damasco. Fue entonces cuando alguien encendió las luces del estadio, y él oyó la Voz.
Cuando se dio cuenta de quién era la Voz, su mandíbula cayó al suelo, y ésta siguió a su cuerpo. Se preparó para lo peor... Él sabía que todo había terminado. Sintió la soga al cuello. Olió las flores en el coche fúnebre. Él oró para que la muerte fuera rápida y sin dolor.
Pero lo único que obtuvo fue el silencio y la primera de toda una vida llena de sorpresas...
Terminó desconcertado y aturdido en un cuarto prestado. Dios lo dejó allí unos días con escamas en sus ojos tan gruesas que la única dirección a la que él podía ver era hacia su interior. Y no le gustó lo que vio.
Él se vio como lo que realmente era, para usar sus propias palabras, "el primero de los pecadores" (1Ti. 1:15). Un legalista. Un aguafiestas. Un fanfarrón engreído que afirmaba haber dominado código de Dios. Un dispensador de justicia que pesaba la salvación sobre una "balanza".
Fue entonces cuando Ananías lo encontró. No era gran cosa, ojeroso y aturdido después de tres días de turbulencia. Tampoco había mucho que ver en Saraí, ni tampoco en Pedro. Pero lo que los tres tienen en común dice más que un volumen de teología sistemática. Para cuando se dieron por vencidos, Dios intervino, y el resultado fue un paseo en una montaña rusa directamente dentro del reino.
Pablo estaba a un paso por delante del joven rico. Él sabía que no podía llegar a un trato con Dios. Él no hizo ninguna excusa, sino que simplemente clamó por misericordia. A solas en la habitación, con sus pecados en su conciencia y sangre en sus manos, él pidió ser limpiado.
Vale la pena leer las instrucciones de Ananías a Pablo: "¿Qué esperas? Levántate y bautízate. Queda limpio de tus pecados al invocar el Nombre del Señor” (Hch. 22:16 NTV).
A él no se lo tenía que decir dos veces. El legalista Saulo fue sepultado, y nació Pablo el libertador. Él nunca más sería el mismo. Y tampoco lo sería el mundo.
Sermones conmovedores, discípulos dedicados, y seis mil millas de caminos. Si sus sandalias no estaban abofeteando sus pies, su pluma estaba escribiendo. Si él no estaba explicando el misterio de la gracia, entonces estaba articulando la teología que determinaría el curso de la civilización Occidental.
Todas sus palabras se podrían reducir a una sola frase. "Nosotros predicamos a Cristo crucificado" (1Cor. 1:23). No era que carecía de otros puntos en sus sermones, era sólo que él no podía agotar el primero.
Lo absurdo de toda su experiencia lo mantuvo en movimiento. Jesús debió haber acabado con él en aquel camino. Tendría que haberlo dejado para los buitres. Tendría que haberlo enviado al infierno. Pero no lo hizo. ¡Lo envió a los perdidos!
El mismo Pablo la llamó "locura". Lo describió con frases como "piedra de tropiezo" y "tontería", pero al final optó por llamarlo "gracia" (1Cor. 1:23; Ef. 2:8).
Y defendió su inquebrantable lealtad al decir: "El amor de Cristo no [me] deja otra opción" (1Cor. 5:14).
Pablo nunca tomó un curso de misiones. Nunca asistió a una reunión del comité de misiones. Nunca leyó un libro sobre el crecimiento de la iglesia. Fue inspirado sólo por el Espíritu Santo y se emborrachó del amor que hace posible lo imposible: la salvación.
El mensaje es apasionante: Muéstrale a un hombre sus fallas sin Jesús, y el resultado será encontrarlo en la cuneta de una carretera. Dale a un hombre una religión sin recordarle su inmundicia, y el resultado será arrogancia en un traje de tres piezas. Pero llegar a los dos en el mismo corazón -el pecado encontrándose con el Salvador y Salvador encontrándose con el pecado-, y el resultado podría ser otro fariseo convertido en predicador, que pone al mundo arder.
Cuatro personas: el joven rico, Sarah, Pedro y Pablo. Un curioso hilo que los junta y une a los cuatro: -sus nombres.
A los últimos tres les fueron cambiados sus nombres: - a Sarai por Sara, a Simón por Pedro, y a Saulo por Pablo.
Pero al primero, el joven yuppie, nunca es mencionado por su nombre...
Tal vez esa es la explicación más clara de la primera bienaventuranza. El que se hace un nombre por sí mismo no tiene nombre. Pero los que clamaron el Nombre de Jesús -y su Nombre solamente-, tienen nuevos nombres y, aún más, ¡la vida nueva!
FUENTE:
Por Max Lucado
Traducido por Dr. Daniel Guerrero
NUESTRA DEBILIDAD, EL PODER DE DIOS
El reino de los cielos. Sus ciudadanos están borrachos de obras maravillosas. Consideremos el caso de Sarai (Gén 16-18, 21). Ella está en sus años dorados, pero Dios le promete un hijo. Ella se emociona. Visita la tienda de maternidad y compra algunos vestidos. Planea su ducha y remodela su tienda de campaña... pero no hay ningún hijo. Ella se come unos cuantos pasteles de cumpleaños y sopla un montón de velas... y todavía no hay ningún hijo. Ella pasa por una década de calendarios de pared... y todavía, ningún hijo.
Entonces Sarai decide tomar el asunto en sus propias manos. (Pensó: -"tal vez Dios necesita que me haga cargo de esto").
Ella convence a Abram que el tiempo se está acabando. (Le dice: -"Acéptalo, Abe, tú tampoco te estás rejuveneciendo"). Ella ordena a su criada, Agar, para ir a la tienda de Abram y ver si necesita "algo"... ("Y quiero decir ¡cualquier cosa!"). Hagar va como una sierva. Y sale como una mamá. Y empiezan los problemas...
Agar es arrogante. Sarai es celosa. Abram está mareado por el dilema. Y Dios llama al niño un "asno salvaje", un nombre apropiado para uno que nació de la terquedad y que está destinado a "patear" su camino dentro de la historia.
No es la acogedora familia que Sarai esperaba. Y no será un tema que Abram y Sarai conversarán muy a menudo en la cena...
Por último, catorce años después, cuando Abram está llegando a un siglo y Sarai a noventa años... Cuando Abram ha dejado de escuchar los consejos de Sarai, y Sarai ha dejado de darlos... cuando el fondo de pantalla en la maternidad cesó y los muebles del bebé están vencidos ya por varias temporadas... cuando el tema del hijo prometido trae suspiros y lágrimas y miradas largas en un cielo silencioso... entonces Dios les hace una visita y les dice que será bueno que seleccionen un nombre para su nuevo hijo.
Abram y Sarai tienen la misma respuesta: se ríen. Se ríen, en parte, porque es demasiado bueno que suceda; y en parte, debido a que podría suceder. Se ríen porque han perdido la esperanza, y la esperanza renace siempre divertida antes de que sea real.
Se ríen de la locura de todo esto.
Abram mira a Sarai -sin dientes y roncando en su mecedora, con la cabeza hacia atrás y la boca bien abierta, tan fructífera como una ciruela pasa sin hueso y también arrugada. Y se ríe a carcajadas. Él intenta contenerlo, pero no puede. Él siempre ha sido un tonto para una buena broma.
Sarai está tan sorprendida. Cuando oye la noticia, se le escapa una carcajada antes de que la pueda contener. Ella murmura algo de lo que su marido necesitaría urgentemente, y luego se vuelve a reír.
Se ríen porque eso es lo que haces cuando alguien dice que él puede hacer lo imposible. Se ríen un poco de Dios, y mucho con Dios, porque Dios también se está riendo. Luego, con la sonrisa aún en Su rostro, Él se pone ocupado haciendo lo que mejor sabe hacer: -lo increíble.
Él cambia algunas cosas, empezando por sus nombres. Abram, el padre de uno, ahora se llamará Abraham, el padre de una multitud. Sarai, la estéril, ahora será Sarah, la madre.
Sin embargo, sus nombres no son las únicas cosas que Dios cambia. Él cambia su opinión. Él cambia su fe. Él cambia el número de deducciones de impuestos. Cambia la forma de definir la palabra imposible.
Pero, sobre todo, cambia la actitud de Sara acerca de confiar en Dios. Si ella hubiera escuchado la declaración de Jesús de "ser pobres en espíritu", hubiera dado su testimonio diciendo: "Tiene razón. Cuando yo hago las cosas a mi manera, lo que obtengo es un dolor de cabeza. Cuando dejo que Dios se haga cargo de todo, ¡tengo un hijo! Tú trata de entenderlo. Pero todo lo que yo sé es que, soy la primera dama en la ciudad que paga un pediatra con un cheque del Seguro Social".
Dos mil años más tarde, he aquí otro testimonio (Lucas 5):
"Lo último que yo quería hacer era pescar Pero eso fue exactamente lo que Jesús quería hacer. Me había pasado toda la noche pescando. Mis brazos me dolían. Los ojos me ardían. Mi cuello estaba dolorido. Lo único que quería hacer era volver a casa y dejar que mi esposa frotara los nudos de mi espalda.
Ha sido una larga noche. No sé cuántas veces había lanzado esa red en la oscuridad y oírla golpear contra el mar. No sé cuántas veces había sostenido la cuerda mientras la red se hundía en el agua. Toda la noche había estado esperando ese bulto, ese tirón, ese idiota que nos guiara a hacer la captura... pero nunca, nunca llegó. Así, al amanecer, yo estaba listo para irme a casa.
Justo cuando estaba a punto de irme a la playa, me di cuenta de una multitud que venía hacia mí. Ellos estaban siguiendo a un tipo larguirucho que caminaba con una marcha amplia y a un paso rápido. Él me vio y me llamó por mi nombre. -¡Buenos días, Jesús! -Yo le repliqué. A pesar de que estaba como a cien metros de distancia, pude ver su blanca sonrisa. -'Toda una multitud, ¿eh?' -Gritó, señalando a la masa detrás de Él. Yo asentí con la cabeza y me senté a mirar.
Se detuvo cerca de la orilla de la playa y empezó a hablar. Aunque yo no podía oír mucho, sí pude ver mucho. Pude ver que más y más gente llegaba. Con toda la presión y los empujones, era una sorpresa que Jesús no era empujado hacia dentro del agua. Ya estaba hasta las rodillas cuando Él me miró.
No tuve que pensarlo dos veces. Se subió a mi barco, y Juan y yo también subimos. Avanzamos un poco. Me recosté contra la proa, y Jesús se puso a enseñar.
Parecía que la mitad de Israel estaba en la playa. Los hombres habían salido de sus trabajos y las mujeres de sus tareas domésticas. Incluso pude reconocer a algunos sacerdotes. ¡Cómo todos escuchaban! Apenas se movían, pero sus ojos bailaban como si fueran de alguna manera a ver lo que podrían ser.
Cuando Jesús terminó, se volvió hacia mí. Me levanté y cuando había empezado a anclar, me dijo: '¡Pedro empuja hacia lo profundo. Vamos a pescar!"
"Gemí. Miré a Juan. Estábamos pensando lo mismo. Mientras Él quisiera utilizar el barco como una plataforma, todo estaba bien. Pero usarlo como un barco de pesca, ese era nuestro territorio. Pensé decirle a este carpintero-maestro, "Si te quedas en la predicación, yo me quedo con la pesca". Pero yo era más cortés, así que le dije: -"Hemos trabajado toda la noche. Y no hemos pescado nada".
Él sólo me miró. Miré a Juan. Y Juan estaba esperando por mi señal...
Me gustaría poder decir que lo hice por amor. Me gustaría poder decir que lo hice por devoción. Pero no puedo. Todo lo que puedo decir es que hay un tiempo para preguntas y un tiempo para escuchar. Así que, como un gruñido así como una oración, nos dirigimos hacia allá fuera, hacia lo profundo...
Con cada golpe de remo, murmuré. Con cada tirón de la pala, refunfuñé. Y me decía a mi mismo una y otra vez: -"¡No puede ser. No puede ser. Esto es imposible!". Yo no sé muchas cosas, pero sé de pesca. ¡Y todo lo que vamos a hacer es regresar con unas redes mojadas!
El ruido en la playa se volvió distante, y pronto el único sonido era el golpe de las olas contra el casco de la barca. Finalmente echamos el ancla. Cogí la red gruesa y lo sostuve hasta la cintura, y comencé a tirarla. Fue entonces cuando alcance a ver a Jesús con el rabillo de mi ojo. Su expresión me detuvo en medio de la acción.
Estaba apoyado sobre el borde de la embarcación, mirando hacia el agua donde estaba a punto de tirar la red. Y conseguí esto, Él estaba sonriendo. Una sonrisa de niño empujado por las mejillas altas que volvió sus ojos redondos en medias lunas; el tipo de sonrisa que se ve cuando un niño da un regalo a un amigo y observa cómo lo desenvuelve.
Se dio cuenta que lo miraba, y Él trató de ocultar su sonrisa, pero ésta persistió. La empujó hasta las comisuras de la boca hasta que un destello de dientes aparecieron. Me había dado un regalo y apenas podía contenerme para abrirlo.
-"Amigo, esto va a ser frustrante", pensé mientras lanzaba la red. Voló alto, esparciéndose sobre el cielo azul y flotando hacia abajo hasta que se dejó caer totalmente sobre la superficie, y luego se hundió. Me envolví la cuerda una vez alrededor de la mano y me eché hacia atrás para la larga espera...
Pero en esta oportunidad no había que esperar. La cuerda floja de repente se tensó y me trató de tirar por la borda. Puse mis pies contra el costado del barco y grité pidiendo ayuda. Juan y Jesús se levantaron justo a mi lado.
Teníamos la red cerca de que comenzara a romperse. Yo nunca había visto tal captura. Era como dejar caer un saco de piedras en el barco. Comenzamos a hundirnos en el agua. Así que Juan le gritó a los de la otra barca para que nos ayudaran.
Fue toda una escena: cuatro pescadores, en dos barcos, con pescado hasta las rodillas, y un carpintero sentado en la proa, disfrutando del pandemónium.
Fue entonces cuando me di cuenta de quién era. Y fue entonces cuando me di cuenta de quién era yo: ¡yo fui el que le dijo a Dios lo que Él no podía hacer!
Inmediatamente le dije: -"¡Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador". No había nada más que yo pudiera decir.
No sé qué vio en mí, pero Él no se fue. Tal vez pensó que si yo iba a dejar que me dijera cómo pescar, también me gustaría que me dijera cómo vivir.
Esa sería una escena que se vería muchas veces en los próximos dos años, en los cementerios con los muertos, en las laderas con el hambriento, en las tormentas con el miedo, en las carreteras con los enfermos. Los personajes podían cambiar, pero el tema no lo haría. Cuando decíamos: ''De ninguna manera", Él decía: "A mi manera'. Entonces los que dudaban luchaban con sus fuerzas para salvar la bendición. Mientras que Aquel que la daba libremente saboreaba la sorpresa cuando estos sencillamente la recibían.
"Mi poder se muestra mejor en los débiles" (2Cor. 12:9).
Dios dijo estas palabras. Pablo las escribió. Dios dijo que Él estaba buscando vasijas vacías más que músculos fuertes. Pablo lo demostró.
Antes que se encontrara con Cristo, Pablo había sido una especie de héroe entre los fariseos. Se podría decir que él era su Wyatt Earp [nota del traductor: héroe policial del oeste norteamericano]. Él guardó la ley y el orden -o, mejor dicho, veneraba la Ley- y daba las órdenes. Buenas madres judías lo presentaban como el ejemplo de un buen muchacho judío. Se le daba el puesto de honor en el almuerzo de los miércoles del "Club de Leones" de Jerusalén. Tenía en su escritorio un pisapapeles de "Quién es quién en el judaísmo"; y fue seleccionado como "El más prometedor" en su promoción. Y él rápidamente se estableció como el posible heredero de su maestro, Gamaliel.
Si hay tal cosa como una fortuna religiosa, Pablo la tenía. Él era un millonario espiritual, nacido con un pie en el cielo, y él lo sabía:
"Si alguien pudiera confiar en sus propios esfuerzos, ése sería yo. De hecho, si otros tienen razones para confiar en sus propios esfuerzos, ¡yo las tengo aún más!
Fui circuncidado cuando tenía ocho días de vida. Soy un ciudadano de Israel de pura cepa y miembro de la tribu de Benjamín, ¡un verdadero hebreo como no ha habido otro! Fui miembro de los fariseos, quienes exigen la obediencia más estricta a la ley judía. Era tan fanático que perseguía con crueldad a la iglesia, y en cuanto a la justicia, obedecía la ley al pie de la letra" (Fil. 3:4-6 NTV).
Sangre azul y ojos desorbitados, este joven fanático estaba empeñado en mantener el reino puro, y eso significaba mantener fuera a los cristianos. Marchó por el campo como un general que exigía que los judíos apóstatas saludaran a la bandera de la patria o besaran a su familia y esperaran solo un adiós.
Sin embargo, todo esto llegó a su fin, a la orilla de una camino. Equipado con citaciones, esposas, y una pandilla que lo acompañaba, Pablo estaba en su camino de hacer un poco de "evangelismo personal" en Damasco. Fue entonces cuando alguien encendió las luces del estadio, y él oyó la Voz.
Cuando se dio cuenta de quién era la Voz, su mandíbula cayó al suelo, y ésta siguió a su cuerpo. Se preparó para lo peor... Él sabía que todo había terminado. Sintió la soga al cuello. Olió las flores en el coche fúnebre. Él oró para que la muerte fuera rápida y sin dolor.
Pero lo único que obtuvo fue el silencio y la primera de toda una vida llena de sorpresas...
Terminó desconcertado y aturdido en un cuarto prestado. Dios lo dejó allí unos días con escamas en sus ojos tan gruesas que la única dirección a la que él podía ver era hacia su interior. Y no le gustó lo que vio.
Él se vio como lo que realmente era, para usar sus propias palabras, "el primero de los pecadores" (1Ti. 1:15). Un legalista. Un aguafiestas. Un fanfarrón engreído que afirmaba haber dominado código de Dios. Un dispensador de justicia que pesaba la salvación sobre una "balanza".
Fue entonces cuando Ananías lo encontró. No era gran cosa, ojeroso y aturdido después de tres días de turbulencia. Tampoco había mucho que ver en Saraí, ni tampoco en Pedro. Pero lo que los tres tienen en común dice más que un volumen de teología sistemática. Para cuando se dieron por vencidos, Dios intervino, y el resultado fue un paseo en una montaña rusa directamente dentro del reino.
Pablo estaba a un paso por delante del joven rico. Él sabía que no podía llegar a un trato con Dios. Él no hizo ninguna excusa, sino que simplemente clamó por misericordia. A solas en la habitación, con sus pecados en su conciencia y sangre en sus manos, él pidió ser limpiado.
Vale la pena leer las instrucciones de Ananías a Pablo: "¿Qué esperas? Levántate y bautízate. Queda limpio de tus pecados al invocar el Nombre del Señor” (Hch. 22:16 NTV).
A él no se lo tenía que decir dos veces. El legalista Saulo fue sepultado, y nació Pablo el libertador. Él nunca más sería el mismo. Y tampoco lo sería el mundo.
Sermones conmovedores, discípulos dedicados, y seis mil millas de caminos. Si sus sandalias no estaban abofeteando sus pies, su pluma estaba escribiendo. Si él no estaba explicando el misterio de la gracia, entonces estaba articulando la teología que determinaría el curso de la civilización Occidental.
Todas sus palabras se podrían reducir a una sola frase. "Nosotros predicamos a Cristo crucificado" (1Cor. 1:23). No era que carecía de otros puntos en sus sermones, era sólo que él no podía agotar el primero.
Lo absurdo de toda su experiencia lo mantuvo en movimiento. Jesús debió haber acabado con él en aquel camino. Tendría que haberlo dejado para los buitres. Tendría que haberlo enviado al infierno. Pero no lo hizo. ¡Lo envió a los perdidos!
El mismo Pablo la llamó "locura". Lo describió con frases como "piedra de tropiezo" y "tontería", pero al final optó por llamarlo "gracia" (1Cor. 1:23; Ef. 2:8).
Y defendió su inquebrantable lealtad al decir: "El amor de Cristo no [me] deja otra opción" (1Cor. 5:14).
Pablo nunca tomó un curso de misiones. Nunca asistió a una reunión del comité de misiones. Nunca leyó un libro sobre el crecimiento de la iglesia. Fue inspirado sólo por el Espíritu Santo y se emborrachó del amor que hace posible lo imposible: la salvación.
El mensaje es apasionante: Muéstrale a un hombre sus fallas sin Jesús, y el resultado será encontrarlo en la cuneta de una carretera. Dale a un hombre una religión sin recordarle su inmundicia, y el resultado será arrogancia en un traje de tres piezas. Pero llegar a los dos en el mismo corazón -el pecado encontrándose con el Salvador y Salvador encontrándose con el pecado-, y el resultado podría ser otro fariseo convertido en predicador, que pone al mundo arder.
Cuatro personas: el joven rico, Sarah, Pedro y Pablo. Un curioso hilo que los junta y une a los cuatro: -sus nombres.
A los últimos tres les fueron cambiados sus nombres: - a Sarai por Sara, a Simón por Pedro, y a Saulo por Pablo.
Pero al primero, el joven yuppie, nunca es mencionado por su nombre...
Tal vez esa es la explicación más clara de la primera bienaventuranza. El que se hace un nombre por sí mismo no tiene nombre. Pero los que clamaron el Nombre de Jesús -y su Nombre solamente-, tienen nuevos nombres y, aún más, ¡la vida nueva!
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